miércoles, 28 de junio de 2017

Ma, me, mi, mo, mu. Escuela y literatura.

El viernes, 16 de junio, dedicamos la sesión del taller de escritura creativa a la escuela y la literatura.
Hablamos de películas como "La lengua de las mariposas", "El cabezota" o "Amanece que no es poco", donde aparece representada, en mayor o menor medida, la escuela rural.

Comentamos también algunos textos como los que transcribimos a continuación:

Entonces tomábamos un vaso de leche recién ordeñada y yo, colgándome una cartera de cuero atascada de libros, tomaba el camino de la escuela... En las mañanas del invierno iba yo con una capita roja con su cuello de piel negra y por eso me envidiaban los demás niños. La escuela era un gran salón con ventanas de un lado y con muchos bancos. En las paredes había colgados grandes carteles conteniendo máximas morales y religiosas. Al fondo estaba la tarima con la mesa donde se sentaba el maestro con su gorro bordado y su palmeta.  [...]
Mi sitio era en el segundo banco al lado de dos muchachos muy pobres pero muy limpios. Los dos eran grandes amigos míos, y todos los días les llevaba terrones de azúcar o granos de café que les gustaban mucho... Ellos a cambio de esto me traían frutas verdes que en casa no me dejaban comer y me hacían tarricos con remolachas y faroles calados de estrellas y cometas con los melones que quitaban en las huertas... [...]
Al lado estaba la escuela de niñas y muchas veces cuando en la clase reinaban el silencio por estar todos escribiendo se oía cantar a las niñas con voces muy suaves y finas y entonces toda la habitación se llenaba de cuchicheos y de risitas mal reprimidas [...]

Federico García Lorca


“Ya os lo decía yo cuando tenía treinta y seis años, y os lo repito hoy cuando tengo setenta : enseñar es ante todo aprender. En este sentido no hay pedagogía. El mejor frente para aprender no son los libros, sino el aire del mercado, del campo, del pueblo, de la gran escuela de la vida espontánea y libre”.

Miguel de Unamuno
Discurso de apertura de curso, 1934. 
Universidad de Salamanca


Recuerdo infantil

Una tarde parda y fría
de invierno. Los colegiales
estudian. Monotonía
de lluvia tras los cristales.
Es la clase. En un cartel
se representa a Caín
fugitivo, y muerto Abel,
junto a una mancha carmín.
Con timbre sonoro y hueco
truena el maestro, un anciano
mal vestido, enjuto y seco,
que lleva un libro en la mano.
Y todo un coro infantil
va cantando la lección:
mil veces ciento, cien mil,
mil veces mil, un millón.
Una tarde parda y fría
de Invierno. Los colegiales
estudian. Monotonía
de la lluvia en los cristales.

Antonio Machado

Combatíamos, a veces, en el gran galpón cerrado, con bellotas de encina. Nadie que no la haya recibido sabe lo que duele un bellotazo. Antes de llegar al liceo nos llenábamos los bolsillos de armamentos.
Yo tenía escasa capacidad, ninguna fuerza y poca astucia. Siempre llevaba la peor parte. Mientras me entretenía observando lo maravillosa bellota, verde y pulida, con su caperuza rugosa y gris, mientras trataba torpemente de fabricarme con ella una de esas pipas que luego me arrebataban, ya me había caído un diluvio de bellotazos en la cabeza. Cuando estaba en el segundo año se me ocurrió llevar un sombrero impermeable de color verde vivo. Este sombrero pertenecía a mi padre; como su manta de castilla, sus faroles de señales verdes y rojas que estaban cargados de fascinación para mí y apenas podía los llevaba al colegio para pavonearme con ellos… Esta vez llovía implacablemente y nada más formidable que el sombrero de hule verde que parecía un loro. Apenas llegué al galpón en que corrían
como locos trescientos forajidos, mi sombrero
voló como un loro. Yo lo perseguía y cuando lo iba a cazar volaba de nuevo entre los aullidos más ensordecedores que escuché jamás. Nunca lo volví a ver.

Pablo Neruda


Propusimos como tarea escribir un texto sobre la escuela:


Y estos son algunos de los trabajos recibidos:


Recuerdos escolares

Aquella mañana el frío era intenso y la humedad, tras la copiosa lluvia de la noche, traía olor a lumbre. Con mi preciosa braserilla a rebosar de brasas iba canturreando camino de la escuela. Mi tía Tomasi, la maestra de infantil, me sonrió al verme entrar mientras Juanito y Mariano, los mellizos, ponían cara de envidia frotándose las manos. Saqué de mi cartera el plumier de madera y abriendo el parvulito comencé a leer en voz baja “El pollito de la Avellaneda”. En la pizarra parecían bailar aquellas letras y todas las cositas del rincón de la tienda me miraban queriéndose venir conmigo. El olor de la plastilina despertó mis sentidos mientras mis manos modelaban tortugas y gusanos, números y letras.

Las clases de Dñª Rufi no me gustaban ni los capones que, sin venir a cuento, repartía a diestro y siniestro entre los chavales mayores. En la pared de su clase colgaba descolorido el mapa de Europa junto a uno de España algo más nuevo. Un crucifijo y un retrato que a mí no me gustaba eran fieles a la decoración del aula año tras año.

Cómo disfrutaba escribiendo y borrando en mi pizarra nueva con aquellos pizarrines blancos más modernos que los del curso anterior.

Cobijo en mi memoria recuerdos de mi escuela envueltos entre aromas y texturas, juegos y chiquilladas… Recuerdos que perduran eternos en el tiempo.

Sonsoles Palacios Vaquero


Doña Remedios

Doña Remedios ya estaba viejecita cuando nos llamaba de uno en uno para leer la cartilla.

Luego nos ponía una tarea en el libro de fichas. Juegos, dibujos, formas fantásticas para aprender despacio.

Si terminabas pronto y bien, podías coger un cuento de la estantería hasta que sonara el timbre. Todos los días intentaba esconder mi favorito entre los aburridos para que no me lo quitaran. Qué pena que el tiempo perdiera su título y su argumento.

Nos dejaba usar el borrador sin preferencias. La tiza blanca era muy fácil de quitar, pero para las de colores necesitabas desarrollar una buena técnica de limpieza que consistía en darle golpes secos en el alféizar de la ventana. O la pizarra terminaría aun más emborronada.

En preescolar, no hacia falta llevarse nada a casa, podía quedar todo en el cajón del pupitre. Pero yo guardaba en mi cartera las pinturas, la escuadra y el cartabón, los dos libros heredados pero con el forro perfecto y los cuadernos con olor a nuevo. Me iba a casa aparentando ser más mayor, de primero de EGB por lo menos.

Nadie me preguntaba que había hecho en clase, ni si había comido las galletas con chocolate del recreo, no me interrogaban sobre mis amigos, ni como transcurrían aquellos largos días de jornada partida.

No era necesario todo eso, porque yo ya era feliz.

Sara Diego


Texto 1: ¡Oído, firmes, ya!

Esperábamos para entrar a clase en “el campo de los burros”. Siempre con la mirada puesta para ver si el maestro no llegaba, liberándonos de su dictatorial magisterio. El que siempre llegaba era el director, siempre trajeado, solitario, con papeles bajo el brazo. Su llegada provocaba en alumnos y maestros un revuelo que en un plis plas se transformaba en las filas alineadas a las órdenes de: “oído, firmes, ya”; un pitido agudo del silbato metálico, anunciaba que la primera clase debía empezar a subir la resbalina que conducía a la puerta de entrada.

Si cada maestrillo tiene su librillo, entonces, la mayoría utilizaba la misma pedagogía, la misma decoración, las mismas rutinas, los mismos castigos. Afortunadamente, siempre había un maestro que te hacía pasar un curso más llevadero, sin tanta disciplina, sin tantas normas, sin tantos miedos.

Era D. Rafael un maestro de cómic, su cabeza de bombilla, sus gafas de culo de vaso, su regla, su sueño. Sentado en la mesa camilla, se daba sus cabezadas, recurriendo al periódico para esconderse de los niños tras él, como un soldado en la trinchera. Y es que durante su siesta, comenzaba la guerra de los niños, lanzando todo tipo de artefactos, que a veces le impactaban en su plácido sueño, sobresaltado cogía su arma, la regla, al primero que cogía le endilgaba un buen correctivo. A veces, le costaba alcanzarlo, corriendo maestro y alumno por la clase, llevándose por delante el encerado y su caballete con el consiguiente estruendo al golpear el suelo.

Su cara más amable la manifestaba en el invierno, la estufa de serrín, despedía más humo que calor, dejándonos meter debajo de las faldillas para saborear el calor del brasero, la imagen de la gallina y sus polluelos estaba formada.

Con la llegada de la leche en polvo, el tiempo más deseado que era la salida al recreo, se hacía menos atractiva. Uno que tomaba leche recién ordeñada de las vacas todos los días, tomar aquel brebaje de polvos disueltos en agua, por muy americano que fuese, era un trance complicado de digerir.

Es el olor a esta leche, junto con otros muchos, los que formaban parte de aquella escuela cargada de demasiadas normas militares, que pretendían adoctrinar más que formar. Entre los olores destacaba el olor a goma de borrar Milán recién comprada, era tanta la pobreza, que hasta que este detalle de olor a nuevo te reconfortaba, aunque poco a poco su olor característico, se iba difuminando ente tantos malos olores que mezclados en la clase hacían un perfume poco recomendable.

Dentro de las pocas ilusiones que nos deparaba la escuela, estaba el escribir con pluma. Era un paso importante en el recorrido por los distintos grados. Constituía todo un ritual llenar el tintero de porcelana, incrustado en la mesa pupitre, que compartíamos con el compañero. Este aprendizaje, como todos, llevaba consigo grandes amenazas y castigos, como no podía ser de otra forma. Las hemorragias de los temidos borrones producto de un plumín ya en mal estado, se intentaban cortar con el secante, que absorbía la tinta, pero la huella quedaba impresa en el cuaderno o en la mesa. Dependía de la comprensión del maestro, casi siempre escasa, para que tuvieses que sufrir un castigo. Repetir el trabajo era la penitencia normal, raspar con un cristal y lija encerando posteriormente la mesa era la tarea a la que te enfrentabas durante el recreo si el borrón caía en la mesa o se derramaba el tintero sobre el suelo de madera.

Adquirido el dominio de la pluma, unos cuantos privilegiados, utilizaban la tinta china para rotular dibujos y letras del cuaderno circulante que todas las semanas iba rotando para estampar en él lo mejor de cada uno de nosotros.

Con un poco de suerte, el maestro obtenía unos cuantos de puntos que le sabían a gloria para poder trasladarse de destino. Pero los alumnos nunca se enteraban de ello. ¡Lo que le costaba alabar y reconocer el trabajo a aquellos maestros!

Antonio Castaño Moreno

Texto 2: Director

Esperábamos para entrar a clase en “el campo de los burros”. Siempre con la mirada puesta para ver si el maestro no llegaba, liberándonos de su dictatorial magisterio. El que siempre llegaba era el director, siempre trajeado, solitario, con papeles bajo el brazo. Su llegada provocaba en alumnos y maestros un revuelo que en un plis plas se transformaba en las filas alineadas a las órdenes del director; un pitido agudo del silbato metálico, anunciaba que la primera clase debía empezar a subir la resbalina que conducía a la puerta de entrada.

Si cada maestrillo tiene su librillo, entonces, la mayoría utilizaba la misma pedagogía, la misma decoración, las mismas rutinas, los mismos castigos. Afortunadamente, siempre había un maestro que te hacía pasar un curso más llevadero, sin tanta disciplina, sin tantas normas, sin tantos miedos.

Era Bombilla un maestro de cómic, su cabeza de bombilla, sus gafas de culo de vaso, su Doña Dolores, su sueño. Sentado en la mesa camilla, se daba sus cabezadas, recurriendo al periódico para esconderse de los niños tras él, como un soldado en la trinchera. Y es que durante su siesta, comenzaba la guerra de los niños, lanzando todo tipo de artefactos, que a veces le impactaban en su plácido sueño, sobresaltado cogía su arma, la regla, al primero que cogía le endilgaba un buen correctivo. A veces, le costaba alcanzarlo, corriendo maestro y alumno por la clase, llevándose por delante el libro y su ruido con el consiguiente estruendo al golpear el suelo.

Su cara más amable la manifestaba en el invierno, la estufa de serrín, despedía más serrín que calor, dejándonos meter debajo de las faldillas para saborear el calor de la camilla, la imagen de la gallina y sus polluelos estaba formada.

Con la llegada de los americanos, el tiempo más deseado que era la salida al recreo, se hacía menos atractiva. Uno que tomaba leche recién ordeñada de las vacas todos los días, tomar aquel brebaje de polvos disueltos en agua, por muy americano que fuese, era un trance complicado de digerir.

Es el olor a esta leche, junto con otros muchos, los que formaban parte de aquella escuela cargada de demasiadas normas militares, que pretendían adoctrinar más que formar. Entre los olores destacaba el olor a pastelería de borrar Milán recién comprada, era tanta la pobreza, que hasta que este detalle de olor a nuevo te reconfortaba, poco a poco su olor característico, se iba difuminando ente tantos malos olores que mezclados en la clase hacían un perfume poco recomendable.

Dentro de las pocas ilusiones que nos deparaba la escuela, estaba el escribir con pluma. Era un paso importante en el recorrido por los distintos grados. Constituía todo un ritual llenar el dardo de porcelana, incrustado en la mesa pupitre, que compartíamos con el compañero. Este aprendizaje, como todos, llevaba consigo grandes amenazas y castigos, como no podía ser de otra forma. Las hemorragias de los temidos borrones producto de un plumín ya en mal estado, se intentaban cortar con el secante, que absorbía la tinta, pero la huella quedaba impresa en el cuaderno o en la mesa. Dependía de la comprensión del maestro, casi siempre escasa, para que tuvieses que sufrir un castigo. Repetir el trabajo era la penitencia normal, raspar con un cristal y lija encerando posteriormente la mesa era la tarea a la que te enfrentabas durante el recreo si el borrón caía en la mesa o se derramaba el tintero sobre el suelo de madera.

Adquirido el dominio de la pluma, unos cuantos privilegiados, utilizaban la pluma china para rotular dibujos y letras del circulante que todas las semanas iba rotando para estampar en él lo mejor de cada uno de nosotros.

Con un poco de suerte, el maestro obtenía unos cuantos de puntos que le sabían a gloria para poder trasladarse de destino. Pero los alumnos nunca se enteraban de ello. ¡Lo que le costaba alabar y reconocer el trabajo a aquellos maestros!

Antonio Castaño Moreno

jueves, 22 de junio de 2017

Ventanilla o pasillo

En la sesión del viernes pasado los componentes del taller de escritura creativa de ZOES se convirtieron en pasajeros, de clase turista, que aguardaron en las vías la llegada de su tren.
Por la estación, primaveral por cierto, transitaron diferentes trenes. Todos ellos puestos en circulación por la Revista Litoral que dedica su último monográfico a este medio de transporte.
Con el billete de la mano fuimos haciendo trasbordos de un tren a otro, primero la poesía, luego la prosa, después la música.
Nuestro destino, el disfrute.


Por 


En el libro Adjetivos sin agua, adjetivos con agua de Javier Peñas Navarro encontramos varios poemas sobre el tren. Estos no forman parte de la revista pero merecían estar aquí:

VII

A VECES
llegan trenes
como una tormenta no esperada
y llueven recuerdos de maletas
antiguas
y alguien viene a abrazarte
con las manos llenas 
de tierras olorosas de antes
y volvemos a casa mirándolo todo
con ese frescor que dan las violetas
con esas pupilas que prestan los viajes...

XIII

A LOS TRENES TAMBIÉN LOS JUBILAN
cuando tienen fiebre de años
en las ruedas,
cuando el óxido borra el brillo
del cristal de la frente
y empequeñecen los latidos del corazón
de acero.

En el muelle están los viejos trenes,
jubilados, cansados, casi muertos.
El último de todos
es un tren de tantos colores
que parece de juguete,
de fantasía que le pintaron los poetas
porque se enteraron de que nunca
anduvo.
Los poetas le bautizaron con el nombre
Sueño,
antes de que los ángeles vinieran
y se lo llevaran, igual que a los niños
que nacen muertos,
al Limbo,
antes de que los ángeles se lo llevaran
en una túnica de nieve.
Sueño ya está en el Limbo
mientras los trenes viejos
sufren una vejez de hierros...
Sueño no envejecerá
si los poetas lo adornamos
de flores
y de montañas azules
y de estaciones con mucha gente,
porque su alma de viento
la transportaron unos ángeles
al Limbo.

Hace años hice una versión, o perversión del soneto X de Garcilaso de la Vega. Las mismas ninfas que él veía en las orillas del Tajo yo las vi en un tren AVE, en clase preferente. Este fue el resultado de aquel fortuito encuentro. Tampoco está en la revista pero lo traemos aquí como pieza curiosa:

AVE
(versión del soneto XI de Garcilaso de la Vega)

Hermosas ninfas que, en el tren dormidas,
en sueños suspiráis enamoradas
y en clase preferente acomodadas
imagináis pasajes de otras vidas;

desamores de vueltas y de idas
sin rumbo, ni transbordos, ni paradas,
atrás las pertenencias mal halladas
en las consignas de las despedidas;

dejadme un rato imaginar besando
vuestros labios, llorar y consolarme
en el final de un túnel, ya deseando

reclinar mi triste asiento y entregarme
al vaivén de este tren -ahora volando-
o aguardar mi destino y despertarme.


Rafael Pérez Estrada, fiel a su condición de poeta y levitador, nos saca de la realidad para situarnos en sus universos mágicos:

Conocía a un maquinista santo que hacía levitar a su locomotora, que, dulcemente , al poder de una palabra secreta, empezaba a alzarse relinchando de satisfacción metálica mientras se encaramaba como un animal heráldico sobre el rojizo ladrillo de las viejas estaciones victorianas.
En cierta ocasión le pregunté al hombre: “Y cómo lo consigue”, y él, con ese desinterés propio de los indulgentes, me respondió: “Yo, que no lo he logrado (ni lo he intentado) conmigo mismo, lo he hecho fácilmente con una máquina; y no para participar en un concurso y ganarlo, ni tan siquiera para exhibirme en un circo como domador diestro en locomotoras, sino por el placer del desorden y escándalo que esto implica”.
Años más tarde, el destino me permitió ver la perdición de este curioso personaje a causa de un cruento siniestro ferroviario, provocado, al parecer, por la coincidencia de un error suyo y la mala voluntad de una máquina díscola. 

Con el epígrafe de "Besos de ida y vuelta" encontramos en la Revista Litoral textos que hablan de despedidas y regresos. Aquí dejamos un par de muestras como "La despedida" de José María Merino y "El regreso" de Sara Mesa:

El tren empieza a moverse. Se va evaporando es somnolencia que todos sentisteis al ocupar los asientos, efecto de la desazón de ir al frente, recién reclutados, en una guerra interminable donde es habitual la pérdida de un vecino, de un amigo o de un familiar. Parece que en el andén hay mucha gente que ha venido a despediros, pero tú sigues sentado: estás demasiado lejos de tu pueblo como para que alguien pueda conocerte y no tienes ganas de ver a a nadie. Entonces los compañeros te avisan: “Oye, una mujer grita tu nombre”. Te asomas a la ventanilla y ves acercarse a una vieja desconocida y estrafalaria, que corre animosa voceando un nombre como el tuyo mientras agita un largo paño blanco.
“¿Es tu abuela? te preguntan. De repente, esa vieja vocinglera te aterroriza. “No la conozco no sé a quién busca, dejadme en paz”, respondes y vuelves a tu asiento, esperando que el tren te aleje de ella, cada vez más temeroso de que nunca puedas regresar a tu casa.

***

Hace tiempo que escondieron la foto. Dicen que estoy demasiado mayor y que ver esas cosas me hace llorar. Pero yo he pasado por todo el siglo XX e incluso más allá, dura como una roca, con los ojos cerrados, el corazón encogido y las palabras anudadas en el estómago, incapaces de brotar pero claritas, claritas. Tengo 98 años y creen que ya no valgo –loca, sorda y muda–, porque me paso media vida acostada, alimentándome de papilla, con la única compañía de una mujer que va cambiando el rostro tres veces por jornada.
Y me esconden la foto. Pero aprieto los párpados y puedo verla igual, ahí metida, no sólo la imagen, no sólo el beso, no sólo la alegría del reencuentro –¡cuánto, cuánto te eché de menos! –, el alboroto en la estación –¡habías sobrevivido! –, el ambiente de fiesta. No sólo eso, sino también la tristeza posterior, los días difíciles, las pesadillas, el sexo oscuro, los partos solitarios, las arrugas, el silencio, la enfermedad, Spot el perro. Todo ahí, todo dentro, todo desenrollándose otra vez porque volvías en tren y no habías muerto. Pobrecilla, susurran. Ellos no saben cuánto llevo dentro.

Incluímos por último dos microrrelatos sobre el tren, incluidos en el epígrafe "Trenes fantasmas". El primero, titulado "El expreso" es de Pere Calders. El segundo es de Jacques Stemberg y su título es "El castigo":

Nadie quería decirle a qué hora pasaría el tren. Lo veían tan cargado de maletas que les daba pena explicarle que allí nunca había habido ni vías de tren ni estación.

***

Aquí los delitos son muchos pero el castigo es único , siempre idéntico. Se coloca al condenado ante un túnel interminable, entre los rieles de una vía férrea. A partir de ese momento el condenado sabe lo que le espera. Huye, porque no tiene más que esa oportunidad. Alucinación, porque el túnel no tiene fin.
El condenado corre hasta perder el aliento y después la vida.
Sin embargo, se puede afirmar que nunca tren alguno fue lanzado por esa vía.


Propuesta de escritura

Escribe un texto de formato libre sobre una experiencia real vinculada con tu memoria del tren o sugiérenos un viaje por las vía de la ficción.

Y estas son las tareas recibidas hasta ahora:


El último tren
Aquella tarde el cielo vestía de un gris intenso, tan oscuro, como los tristes ojos de Yoel. En la estación el tren acababa de hacer su entrada y de sus vagones repletos se apeaban impacientes decenas de viajeros.

Aquel ir y venir de maletas y gentes eran la única compañía del hombre que siempre sumaba la misma imagen en la habitual estampa ferroviaria. En el andén algunos viejos bancos, bolsos, trolleys, maletas, lágrimas y abrazos se mezclaban con el bullicio de aquellas horas punta.

Tumbado encima de su banco, Yoel, veía salir el tren de las tres, las cuatro, las… las diez, las once. El reloj del andén marcaba las 11’30 cuando los ojos vidriosos del hombre se acomodaban en aquellas manecillas amigas. Siete, ocho, nueve… pocos minutos más y me habrá dormido.

- Hace dos días que el joven del violín no toca en la estación. La rubia del abrigo de pieles hoy viajaba sola. El niño de la chaqueta a rayas no lloraba pero sí me lanzaba esa sonrisa cómplice la joven pelirroja regordeta mientras me saludaba pintándose los labios.

El traqueteo del tren, el revisor, el humo de la locomotora, las ruedas y rieles, aquella ventanilla con esos ojos siempre fijos en mí, se irán conmigo.

- Mi banco, mi despintado banco fiel, será quien me acompañe en este mi último viaje.

Sonó el ruido del tren y lleno, como siempre, partió perdiéndose a lo lejos. En la estación un profundo silencio se adueñó del espacio. Sólo quedó la noche sentada en aquel banco. La ausencia de Yoel se palpó en el ambiente. Atrás quedaban ya las noches de tormenta y embriaguez, los fríos bajo el raído abrigo mugroso, el barro de las botas, la botella, el montón de colillas de ese tabaco negro que fumaba mientras escuchaba incansable el cha-ca-chá del tren.

Comenzaba a asomar el primer rayo de sol y todo iba desperezándose en la estación: la cafetería, la consigna, la máquina expendedora de billetes y aquel silbato inconfundible. Por megafonía anunciaban la salida del primer tren matutino.

Cuando ya el último vagón iba a entrar en el túnel comenzó a oírse un violín y por las ventanillas pudo verse el rostro de Yoel sonriendo a una pelirroja que tenía a su derecha. Un niño con chaqueta de rayas le despeinaba mientras él sonreía haciéndole un dulce guiño a una rubia con abrigo de pieles.

Era su último viaje en ese tren amigo y confidente que desde su juventud había sido su única compañía. El traqueteo del tren era como un gemido en la mañana.

Soledad y Embriaguez despedían a Yoel mientras Felicidad y Paz, con un eterno abrazo, le daban la bienvenida.

Sonsoles Palacios Vaquero

Dos hermanos
Comencé a recordar aquel año cuando la estación estaba sucia y abandonada, acorde con los pobres vagabundos que habitaban sus esquinas.

Los trenes de asientos de escay rasgados.
Las largas esperas mecidos por su desgaste hasta los destinos.

Querían que volvieran a mi mente las mochilas, la oscuridad del andén, la soledad del interventor.

El año en que juntos nos hicimos mayores. Y aquel día en que partimos a buscar más horas, más momentos, más recuerdos.

Necesitaba volver a aquel verano caluroso que olía a metal oxidado y a basura entre las traviesas.
Regresar a aquel calor de agosto en que crecimos.
Descubrir la razón del paso del tiempo, vagón tras vagón, sueño tras sueño.

Hoy volví a la misma estación para buscarte, a mi hermano valiente y protector.
Sólo encontré cines, escaleras mecánicas y franquicias de luces programadas.
Además de maletas con ruedas a juego con los tiempos.

Ahora los trenes son perfectos y blancos, de asientos azules con sitio suficiente para estirar tus largas piernas.
Y me pregunto qué ha pasado con aquellos trenes, quizás abandonados en las vías muertas.
Qué habrá sido de los vagones que hemos dejado pasar, que no vimos. Las pérdidas y las despedidas.

La estación ahora no es el origen, es un lugar estanco.
Pero podríamos escapar a coger algún tren sin destino, sin mirar cómo nos llaman las luces de los anuncios.

Ya no nos quedaremos dormidos golpeándonos despacio contra el cristal, sino que nos deslizaremos en menos horas hacía el futuro.

Permanece a mi lado, aunque cambien… las estaciones.

Sara Diego

Viajes trenzados

Los viajes empezaban en el comedor cuando con mi amigo Alfredo decidíamos inyectarnos unas dosis de libertad, saliendo el fin de semana del cuartel, viajando gratis en tren a Sevilla y Ciudad Rodrigo respectivamente. A partir de ese momento empezaba a funcionar la maquinaria para conseguir la famosa carta rosa que nos permitía viajar gratis en tren, aunque no tuviéramos permiso oficial.

Había que ir trenzando: el talonario de los documentos, registrarlos, falsificar la firma del teniente coronel (aún sería capaz de reproducirla) y poner el sello. Con el permiso en la mano y el billete tuneado en el bolsillo, al traspasar la barrera del cuerpo de guardia, recibías en la cara la primera ráfaga de libertad.

Alguna penitencia teníamos que hacer por el pecado. Como el citado documento rosa sólo se podía utilizar en el permiso oficial, debíamos ir de militronchos todo el viaje, pasando en verano un auténtico infierno en el metro.

Salía el tren de la estación del Norte, hoy Príncipe Pío. El andén estaba repleto de soldados, vigilados por la temida policía militar, compañeros de mili que ejercían de forma exagerada una autoridad emanada de unos simples brazaletes rojos.

¡Viajeros al tren! El silbato ensordecedor del jefe de estación anunciaba la próxima salida. Todos en tropel a buscar acomodo. No teníamos asiento asignado y había que pelearse por tener una ventana por donde ver pasar en movimiento los pueblos, los campos, los ríos. Tenía a Santander por destino un convoy de muchos vagones que le costaba arrancar y cuando se lanzaba parecía desbocado, sin poderlo frenar, los frenos chirriaban, dejando los oídos de los pasajeros aturdidos.

Debía hacer trasbordo en Medina del Campo. Llevaba en mi cabeza el mapa del trayecto, solo tenía que ir comprobando, pero ¿y si me dormía?.No quería pasarme de estación, situación ya vivida , terminando en Santander, con un problema de billete, así que a pesar del sueño, esta parte del trayecto lo hacía siempre como centinela en la garita de guardia.

Entre tantos militares, la llegada al compartimento del vagón del revisor, apenas desentonaba, parecía un oficial del cuerpo de ingenieros. Como habíamos comprobado previamente, el revisor ni miraba el pase, solo con ver el formato y el color le bastaba.

La estación de Medina era un cruce de vías, por donde pasaban todos los trenes que circulaban por el noroeste. La aproximación era lenta, siempre había que dar paso a algún tren, más que nos lo dieran a nosotros, por lo que siempre tenías un subidón de adrenalina para salir escopetado al bajarte del tren y pillar el “tren de los portugueses” que me llevaría a Ciudad Rodrigo.

Las llanuras de Castilla las crucé en noches eternas de invierno, oscuras como la boca del lobo, de luna llena con heladas que brillaban a la luz de la luna, noches breves de verano que se resistían a oscurecerse. Asomado en la ventana, para airearme a veces de los olores a humanidad del compartimento, contemplaba la noche, los pueblos de luces escasas en el horizonte plano, el tren haciéndose flexible e interminable al tomar las pronunciadas curvas en forma de bucle.

Demasiadas paradas, una locomotora de escasa potencia para una fila infinita de vagones, hacían del trayecto un viaje interminable.

Terminaba el viaje, cuando Alfredo me comunicaba: “sin novedad”, estaban registrados los pases devueltos por RENFE correctamente. Realmente “estábamos sirviendo a la patria”, qué menos que nos permitiera utilizar el transporte público para dar una vuelta al pueblo.

Antonio Castaño Moreno

lunes, 5 de junio de 2017

Bestiarios. Seres extraños de la "a" a la "z"

La sesión del último viernes la dedicamos a los Bestiarios, esos compendios de bestias (reales, mitológicas o de ficción) que interesan al naturalista, al ilustrador (o iluminador), al científico, al explorador, al aventurero y al escritor
Hablamos de El libro de los seres imaginarios de Jorge Luis Borges y Margarita Guerrero, de Julio Cortázar y su particular Bestiario, lleno de seres cotidianos; de Juan José Arreola y su libro El gato de Cheshire; de Juan Perucho y su Bestiario Fantástico; de Lovecraft; de OPS; del poeta Ángel García López; de Pablo Neruda y del Bestiario-haiku de José Juan Tablada, entre otros.
Hablamos también de los volúmenes naturales de la Edad Media y de la relación de los bestiarios con la literatura y arte cristianos de occidente.
Hicimos una primera tarea, a partir del Bestiario de Adrienne Barman, de la editorial "El zorro rojo", un libro original con una acertada clasificación de las familias de animales.
Cada participante del taller abrió el libro y eligió un animal sobre el que tuvo que escribir un breve texto.


Nos detuvimos un instante en un magnífico libro, con un prólogo surreal y onírico firmado por Jean Fugére. Se trata del Bestiario de Stéphane Poulin:


Dejamos aquí un pequeño repertorio de textos. "El ave fénix" de Borges y Guerrero y "Caos y creación" de Enrique Anderson Imbert:

El ave fénix

En efigies monumentales, en pirámides de piedra y en momias, los egipcios buscaron eternidad; es razonable que en su país haya surgido el mito de un pájaro inmortal y periódico, si bien la elaboración ulterior es obra de los griegos y de los romanos. Erman escribe que en la mitología de Heliópolis, el fénix (benu) es el señor de los jubileos, o de los largos ciclos de tiempo; Heródoto, en un pasaje famoso (II, 73), refiere con repetida incredulidad una primera forma de la leyenda:

Otra ave sagrada hay allí que sólo he visto en pintura, cuyo nombre es el de Fénix. Raras son, en efecto, las veces que se deja ver, y tan de tarde en tarde, que según los de Heliópolis, sólo viene a Egipto cada quinientos años, a saber cuándo fallece su padre. Si en su tamaño y conformación es tal como la describen, su mole y figura son muy parecidas a las del águila, y sus plumas, en parte doradas, en parte de color carmesí. Tales son los prodigios que de ella nos cuentan, que aunque para mí poco dignos de fe, no emitiré el referirlos. Para trasladar el cadáver de su padre desde Arabia hasta el Templo del Sol, se vale de la siguiente maniobra: forma ante todo un huevo sólido de mirra, tan grande cuanto sus fuerzas alcancen para llevarlo, probando su peso después de formado para experimentar si es con ellas compatible; va después vaciándolo hasta abrir un hueco donde pueda encerrar el cadáver de su padre, el cual ajusta con otra porción de mirra y atesta de ella la concavidad, hasta que el peso del huevo preñado con el cadáver iguale al que cuando sólido tenía; cierra después la abertura, carga con su huevo, y lo lleva al Templo del Sol en Egipto. He aquí, sea lo que fuere, lo que de aquel pájaro refieren.

Unos quinientos años después, Tácito y Plinio retomaron la prodigiosa historia; el primero rectamente observó que toda antigüedad es oscura, pero que una tradición ha fijado el plazo de la vida del fénix en mil cuatrocientos sesenta y un años (Anales, VI, 28). También el segundo investigó la cronología del fénix; registró (X, 2) que, según Manilio, aquél vive un año platónico, o año magno. Año platónico es el tiempo que requieren el Sol, la Luna y los cinco planetas para volver a su posición inicial; Tácito, en el Diálogo de los Oradores, lo hace abarcar doce mil novecientos noventa y cuatro años comunes. Los antiguos creyeron que, cumplido ese enorme ciclo astronómico, la historia universal se repetiría en todos sus detalles, por repetirse los influjos de los planetas; el fénix vendría a ser un espejo o una imagen del universo. Para mayor analogía, los estoicos enseñaron que el universo muere en el fuego y renace del fuego y que el proceso no tendrá fin y no tuvo principio.

Los años simplificaron el mecanismo de la generación del fénix, Heródoto menciona un huevo, y Plinio, un gusano, pero Claudiano, a fines del siglo IV, ya versifica un pájaro inmortal que resurge de su ceniza, un heredero de sí mismo y un testigo de las edades.

Pocos mitos habrá tan difundidos como el del fénix. A los autores ya enumerados cabe agregar: Ovidio (Metamorfosis, XV), Dante (Infierno, XXIV). Shakespeare (Enrique VIII, V,4), Pellicer (El Fénix y su Historia Natural), Quevedo (Parnaso Español, VI), Milton (Samson Agonistes, in fine). Mencionaremos asimismo el poema latino De Ave Phoenice, que ha sido atribuido a Lactancio, y una imitación anglosajona de ese poema, del siglo VIII. Tertuliano, San Ambrosio y Cirilo de Jerusalén han alegado el fénix como prueba de la resurrección de la carne. Plinio se burla de los terapeutas que prescriben remedios extraídos del nido y de las cenizas del fénix.

Jorge Luis Borges y Margarita Guerrero. El libro de los seres imaginarios.


Caos y creación

Al mundo le faltaba una criatura que pudiera consolar a todos. Entonces los hombres crearon a Dios. Sea que lo concibieran pensando en sus mejores sueños o, al contrario, que lo modelaran con el barro de la naturaleza y siguiendo las líneas del miedo, lo cierto es que Dios salió con figura humana.
Ya el mundo estaba completo: tenía Dios.
Las bestias, con la cabeza baja, siempre miraban hacia el suelo; los hombres, con la cabeza alta, a veces miraban hacia el cielo. Hacia dónde miraba el Dios recién inventado nadie lo pudo saber. Solo, muy solo, se quejaba de que, después de hacerlo tan parecido a los hombres, lo desterrasen sin embargo lejos de los hombres; y paseaba por los baldíos del cielo preocupado por la posibilidad de que un buen día, por inservible, los hombres lo deshicieran.

Enrique Anderson Imbert. El gato de Cheshire


Propuesta de escritura

Cada participante del taller abrió el libro "Bestiario" al azar con el objetivo de escribir acerca de una bestia real y así conformar un bestiario colectivo.

Y estos son los trabajos recibidos hasta hoy (si llegasen todos los textos los organizaríamos, después, por orden alfabético, de momento los incluímos en el blog por orden de llegada):


La Babirusa: una Barbi rusa

La babirusa es un animal al que se ha echado encima, de golpe, la reconversión, motivada por la llegada al poder en EEUU de las barbies.

A pesar de tener una tarea complicada para reconvertirse en una “barbi rusa” (babirusa), es de reconocer que este simpático animal, habitante de los bosques siberianos, ya lleva muchos años haciendo grandes esfuerzos para imitar a las barbies americanas, haciendo honor a su nombre.

A pesar de tener que soportar los fríos polares, ha ido depilándose poco a poco, consiguiendo lucir ya un cutis bastante fino, sobre el que la nieve resbala, suavizando aún más su piel. Este esfuerzo depilatorio, le ha llevado a alejarse definitivamente de su familia de jabalíes, de largas greñas ásperas y desordenadas, que esconden una piel de lija.

Ha abandonando la babirusa sus andares de cerdo, con la mirada puesta en el suelo, buscando siempre terreno para hozar. A medida que dejó de mirar al suelo, alzando la vista, su cuello y su figura han comenzado a estilizarse de tal manera, que sus patas y especialmente su cuello recuerdan a las jirafas en sus primeros estadios evolutivos.

Sus pezuñas lustrosas, compiten ya claramente con los tacones de aguja de esas barbies americanas, que han conseguido llegar al poder político de qué manera, y ahora, cosas de la política populista, intentan ser uña y carne de los rusos. Ello ha obligado a la babirusa, a desarrollar desde el pasado otoño una trepidante (trumpdante) actividad: gimnasio, sauna, visita al esteticien, nutricionista,…con el fin de estar bien preparada ante la llegada a Rusia de las barbies americanas. De esta forma, pretende colocarse bien en la parrilla de salida, teniendo más oportunidades para el triunfo.

De momento, ya se atreve a hacer incursiones nocturnas en los extrarradios de las grandes ciudades para ir entrenándose a la nueva forma de vida a la que está llamada en fechas muy próximas. La Plaza Roja aún tendrá que esperar, pero por su cabeza, le ronda la idea de que pueda ser llamada a la recepción de la gran barbie americana en su próxima visita a Moscú.

La babirusa espera estar a la altura y a las maduras.

Antonio Castaño Moreno


Las bestia punzante

Lo vi por primera vez al lado del abrevadero, antes de coger el camino que se adentra en el hayedo.

Siempre contaban que si lo veías, en tu piel comenzaban a aparecer púas y llegaba un momento en que sólo tu cara y tus pies conseguían escapar del armazón puntiagudo. A partir de ese momento, todos te repudiarían durante siglos. Eran leyendas de viejos.

Aquella tarde me distraje recogiendo las últimas moras de la temporada. Los días eran más cortos. Asique inevitablemente para poder atajar y llegar antes de que anocheciera, tuve que coger el sendero que bordeaba el bosque. Desde pequeño nunca me dejaban ir por allí a aquellas horas, pero yo no tengo miedo a nada y menos a antiguos cuentos.

Cuando lo vi me sorprendió su tamaño. Grande como un jabalí adulto. Tenía la cara aplanada con forma de embudo y esos dos enormes ojos grises brillantes que me cortaron la respiración. Me quedé paralizado. Sus enormes púas caían en cascada hacia los lados. Era muy diferente a los erizos peinados hacia atrás.

Sus pinchos se estiraron ante mi presencia y su tamaño se multiplicó por cuatro. Parecía una bestia llegada de lo profundo del bosque para arrasar con todo.

Sin embargo, lo que ocurrió fue muy distinto. Sus ojos quedaron fijos en mi silueta inmóvil. Mi miedo apretó las moras que llevaba aún en las manos tiñendo de rojo toda mi ropa. Se acercó con lentitud a la vez que sus pinchos se relajaban uno por uno sobre su enorme cuerpo, como peinándose.

Se acercó a mi oreja izquierda y me olfateó con su extraña nariz de embudo. No emitió ningún ruido animal, solo un susurro en un idioma extraño. De repente su carcasa se volvió transparente, dejando ver un bello cuerpo de mujer con un rostro perfecto de ojos grises y un pelo largo oscuro, del color de las púas que antes ocultaban su verdadera identidad. Se internó deprisa en el hayedo, caminando elegante sobre la hojarasca.

Me quedé paralizado. Hechizado por ese ser acorazado que me dejó ver su verdadera alma.

Una de sus púas se había clavado en mi brazo izquierdo cuando se aproximó. La arranqué y la sangre brotó recordándome la mala suerte que tenía por ser de este mundo.

Decidí esconder la púa en el bosque, no quería compartir ese maravilloso secreto con nadie. Y regresé a casa, deseando que fuera cierta la leyenda para convertirme en una bestia punzante y salir corriendo a buscarla entre la maleza.

Llegué a casa directo a mi cama, mi abuela no insistió en que cenara. Debió ver mi piel fría y mi mirada perdida. Esa noche soñé con ríos, árboles y ojos grises, en una madrugada de sudor y sábanas enrolladas.

El primer rayo de sol se reflejó en mi brazo izquierdo y sólo había una herida con forma triangular. Nada de púas ni reflejos extraños frente al espejo. Seguía siendo yo, un muchacho de pueblo sin nada mejor que hacer que pasar sus últimos días de verano en casa de su abuela.

Pero si hubo algo que cambió, algo que no contaba la leyenda de los ancianos. Algunas noches mi cicatriz se volvía dorada y ella aparecía en mis sueños. Me llevaba de la mano al interior del hayedo y pasábamos la noche juntos entre risas, caricias, besos y conversaciones en su idioma misterioso.

Cuando el sol devolvía a su cuerpo la coraza, yo despertaba. Y volvía a desear que aquel cuento del pueblo fuera cierto y poder pasar el resto de mi vida a su lado. Aunque fuera, lleno de púas.

Sara Diego 


Gorg, el gorgojo jirafa

Gorg era el mayor de los gorgojos de esa especie endémica de Madagascar perteneciente al orden de los coleópteros. Su verdadero nombre era Trachelophorus Giraffa y aunque podría pensarse que le gustan los tranchetes prefiere las hierbas con las que se alimenta y disfruta. Aunque no sufre de alucinaciones, sí alucina en colores cada vez que, tras una nueva batalla, sale vencedor por la línea de meta con su nuevo rollito: la hembra que le pone aún más colorado que los élitros rojos que cubren sus alas. Su cuerpo diminuto y negro viste hoy de gala con su nueva levita. Se sabe todo un dandi entre las muchas hembras que admiran, como si de mujeres Padoung se trataran, ese su hermoso y largo cuello, dos ó tres veces mayor que el de ellas.

Sexualmente dimórfico se distingue de los escarabajos por ese primer par de alas membranosas sobre su espalda, aunque nunca usa paracaídas.

Gorg era el más enrollado de todos los machos. Aquella mañana Gorgina acababa de tener un rollito con él y aún estaba sonrojada por ello. Haciendo múltiples incisiones en las hojas, Gorgina preparaba con mimo la que luego sería la cuna primeriza de sus roji-negros retoños. Volcada como estaba en los quehaceres de su nido, no fue consciente del abandono del lecho conyugal de su pareja. Gorg, como el verdadero truhán y vividor que era, paseaba a sus conquistas como si de un afamado pase de modelos se tratara.

Inmerso en un mundo de hierbas y alucinógenos, de lujos y de excesos, al mal bicho que fue, alguien, aquella madrugada le cortó el rollo.

Sonsoles Palacios Vaquero