domingo, 15 de enero de 2017

Estar como en casa

El sábado pasado dedicamos la sesión del taller de escritura creativa a la casa y a su relación con la literatura, el cómic, la fotografía y el cine.
Entramos en la casa, y al tema en cuestión, de la mano de Juan Carlos Mestre y su texto "La casa":

Hay un portal y abril y hay una casa donde viví y fui feliz un día. Mis pasos aún están allí como una piedra quieta, mis ojos detrás de la vidriera mirarán la lluvia, el agua que no sé, la calle fría que contempló mi juventud hora tras hora.
Ya no conozco a nadie, la luz del atardecer enciende otra luz tras la misma ventana. yo puedo recordar la gente que no está, la malva en flor de los geranios, todo lo que el tiempo ha ido borrando a la intemperie.
Pero aquel que piensa regresar deja un testigo, una señal en la pared sobre la cal manchada, y ése e su lugar mientras perviva el signo. Aunque jamás lo puedas ver, aunque el olvido te aleje para siempre de ese espacio amado, allí residirá tu corazón como un huésped ausente.
Sucederá como hoy, tal vez como hoy y tan fugaz la vida habrá pasado. Estás ante la casa, no te atreves a subir, tocar su puerta, y entrar, entrar como el que nace en eso tuyo, la claridad primera, el don que habrás perdido. Vuelves al portal, tú sabes que ya nunca aquella alcoba clara te evocará el deseo. 
Esa es la ventana, hay un hombre, una mujer, los imaginas, los oyes respirar, se aman. Entonces eres tú y están contigo, y tocas la pared, la misma huella que en tus dedos es ahora la apacible memoria de tu alma. Cruzas la calle, la vida, la gente pasa y pasa.

Hablamos de Gregory Crewdson y sus extraordinarias imágenes, Crewdson construye sus escenografías de interiores y exteriores con un tratamiento dramático y cinematográfico de la luz, pero también colocando ciertos objetos o seres en el interior de una casa para producir una sensación extraña, mezcla de realidad y fantasía. Lo doméstico invade la naturaleza, a la vez que las casas son invadidas por elementos inesperados (un bosque en mitad de un salón o torres de rebanadas de pan de molde en un bosque).
La casa aparece como tema y escenario. En ellas, la casa funciona como metáfora de la existencia y lugar en el que convergen todos nuestros temores y amenazas:














Pincha sobre cualquiera de las imágenes para ampliarla

Salimos de estas extrañas casas para adentrarnos en otra mucho más reconocible y cercana de la mano de Paco Roca. En el prólogo de su cómic "La casa" Fernando Marías señala:

Me adentro de repente, casi sin darme cuenta, en los silencios de “La casa”. Se trata en realidad de una absorción; me abduce la primera página, una de esas secuencias mágicas que, muy de vez en cuando, acontecen con naturalidad prodigiosa, como si nadie las hubiese creado, como si siempre hubiesen estado ahí, formando parte del mundo: sin un diálogo, sin una palabra, se narra la muerte de un hombre del que inexplicablemente, pues nunca lo conocimos, sabemos que fue bueno y que alcanzó la serenidad, también que era el alma de esta casa que, en la última viñeta de la secuencia, está ya abandonada y sola, lista para tomar el sendero de su propia muerte. Nada compromete más a un autor que arrancar su obra con una secuencia memorable. El lector lo ha captado y exigirá que la fuerza no afloje y se encamine, además, hacia el cierre exacto del círculo perfecto.
La casa, llena de amor y verdad, lo consigue. Pero a la vez es cierto que cada lector vivirá de forma distinta su estancia en estas habitaciones donde habita y se muestra lo universal
A medida que envejezco siento que el único tema de la literatura –y probablemente de todo lo demás- es el paso del Tiempo.
Y “La Casa”, que es el libro que un chico quiso dibujar para su padre muerto, es también el libro que ha permitido a Paco Roca dibujar el Tiempo que se va, o que se fue, o que se irá.




Y entramos, por último, en "La casa encendida", de la mano de Luis Rosales. Tras cruzar el soneto bajo el título "Zaguán", la puerta del poema se abre para nosotros:

Porque todo es igual y tú lo sabes,
has llegado a tu casa y has cerrado la puerta
con aquel mismo gesto con que se tira un día,
con que se quita la hoja atrasada al calendario
cuando todo es igual y tú lo sabes.
Has llegado a tu casa,
y, al entrar,
has sentido la extrañeza de tus pasos
que estaban ya sonando en el pasillo antes de que llegaras,
y encendiste la luz, para volver a comprobar
que todas las cosas están exactamente colocadas,
como estarán dentro de un año,
y después,
te has bañado, respetuosa y tristemente, lo mismo que un suicida,
y has mirado tus libros como miran los árboles sus hojas,
y te has sentido solo,
humanamente solo,
definitivamente solo porque todo es igual y tú lo sabes.

Has llegado a tu casa,
y ahora querrías saber para qué sirve estar sentado,
para qué sirve estar sentado igual que un náufrago
entre tus pobres cosas cotidianas.

Para completar este rápido recorrido por diferentes casas dejamos aquí un fragmento de la película "En la casa" de François Ozon, quien puso el ojo en un espectáculo teatral titulado El chico de la última fila, escrito por el dramaturgo español Juan Mayorga (Premio Nacional de Teatro 2007) y lo llevó al cine. Este es el final del filme:




Propuesta de escritura

Te planteamos tres opciones para que elijas la que mejor se acomoda a tus intereses:

1. Escribe un texto sobre una casa, la del pueblo, la que habitas ahora, la que te gustaría tener. Describe sus estancias, los olores, las texturas. Cuenta qué ocurre en su interior.
2. En la mayoría de las casas hay un cuarto de estar. Pero en algunas, muy pocas, también hay un cuarto de ser y otro de parecer. Inventa una historia sobre estos cuartos de la casa.
3. Elije una de las escenas que transcurren en el edificio al que miran los protagonistas de la película. Mírala con detalle (solo dura unos segundos) y escribe sobre lo que has visto y lo que piensas que ha pasado o pasará.

Estos son algunos de los trabajos recibidos hasta ahora:


Segundo movimiento: LO DE FUERA.
Se me cae la casa desde que se marchó.
Y ahora sólo espero el derribo,
y es que perdí la pista del eje del salón,
y estoy completamente torcido.

La ley innata. EXTREMODURO


El derribo

Fabricamos la casa desde la claraboya,
pero yo coloqué cristales transparentes a la luna,
mientras tú sólo pintabas estrellas en el papel de las paredes.

La cama con sábanas de algodón y la colcha de retales,
yo le puse el calor y los susurros
tú sólo una breve presencia.

Yo coloqué la escalera peldaño a peldaño
e imaginé las fotos y los marcos.
Siempre de subida.

Ni siquiera te paraste a mirar el jardín,
Nunca llegaste a plantar los cerezos.
Yo encendía la chimenea a diario,
Tú sólo buscabas mi calor y mi alegría.
Yo quería un hogar, la calidez, los niños.
Descolocaba los libros en los estantes,
secaba las rosas para las mesillas.
Armarios llenos de cosas bonitas,
vestidos que arrancabas en tus regresos.

Y las ventanas dejaban entrar la luz
y el par en par los sonidos del pueblo.
Pequeños pasos, juguetes rotos, cajas llenas.

Hay olor a sopa en la cocina.
Y tú no estás de paso.

Sara Diego


Vanesa

En el cuarto de SER hay un espejo. Donde Vanesa se pinta la raya del ojo y sus labios, huelen a fresa por el gloss. Hay un armario lleno de vestidos y diademas, con las puertas forradas de fotos de viajes y amigos. Los libros de medicina hoy descansan sobre el escritorio. Es sábado de sorpresas inesperadas tras la música y las cervezas en el bar. En la silla se amontona la ropa sucia, debajo tres pares de zapatos y el envoltorio de un donut. No hay gritos, salvo los que dan los niños que juegan en el parque frente a su ventana.

En el cuarto de ESTAR Vanesa permanece en cuclillas. Se abraza las piernas acurrucándose en un triste balanceo. Llora pegada contra la esquina, arropada por las faldillas de la mesa. Aun está puesto el mantel y el tomate se reseca dentro de los platos. Eso le preocupa, porque los gritos retumban aún en su cabeza. La televisión siempre encendida. El teléfono descolgado.

En el cuarto de PARECER hay un gran mueble con fotos de boda, gente sonriente junto a padres orgullosos y sus dos niños pequeños, siempre tristes, más en los retratos. Los sofás se dividen en bandos, pero disimulan cuando entran los vecinos. Vanesa sonríe como ha ensayado y cuenta lo que los demás quieren oír. El guion nunca cambia: el colegio de los niños, el trabajo tan duro que tiene Javier, la salud de sus padres, etc. Todos están contentos. Hay visitas esta tarde. No hay gritos.

Sara Diego


La casa de los sentidos

Ovillada sobre el colchón de lana me envuelvo entre las blancas sábanas bordadas de lienzo curado que, suave y perfumado, acaricia mi rostro. Callada, la claridad se cuela por la ventana de la alcoba hasta donde me llega el aroma profundo de los churros que la abuela ya comienza a freír para que me levante, con este despertar de los sentidos, sin la necesidad de ser llamada.

El agua fría me refresca la cara. Me miro en el espejo del lavabo y éste me sonríe, metido en ese antiguo tocador de madera tallada con su jofaina y aguamanil de cerámica. Miro las flores de la palangana mientras el asa del jarrón me lanza un guiño. Luego, tras soltar la toalla, me detengo en la bolsa de tela que siempre está colgada de un pequeño clavillo en la pared. ¡Cómo me gusta la bolsa de los peines! En su nombre, bordado finamente, se mezclan los múltiples azules de la caligrafía perfecta con las cadenetas, punto de espiga y bodoques con los que sutil y amorosamente la decoró la abuela.

En la cocina me siento en uno de los escaños de madera sobre cuyo respaldo danzan las yemas de mis dedos. A veces, cuando me tumbo en él, las almohadas vestidas de ganchillo tejido con estambres de colores me cuentan los secretos de las horas al calor de la lumbre.

El olor del café de puchero me despereza entera. Luego dejo el tazón en la pila del fregadero, de pizarra y granito, mientras pasean mis ojos por los vasares repletos de tacitas de porcelana, platos de otras generaciones y aquellos vasos de fino cristal pintado colocados allí, en lo más alto, para que nuestras pequeñas y torpes manos infantiles no tocaran. Antiguos como eran, esos preciosos vasos sólo salían a escena cuando los comensales iban en consonancia con el evento.

De la despensa lo que más me llamaba la atención era un inmenso arcón y la fresquera. Embutido, jamones, queso y piezas de caza eran los que más ocupaban este espacio.

De la sala de estar o comedor recuerdo esa mesa camilla con las faldillas ribeteadas con flecos, los tapetes y cobertores de ganchillo y la mesa escritorio del abuelo. Repleta de libros, la estantería de madera torneada dejaba su acomodo a la radio de entonces, que siempre me alegraba los oídos con el espacio radiofónico de “discos solicitados”.

Aún conservo en la casa de mis padres aquel reloj de péndulo al que semanalmente había y hay que darle cuerda.

El sobrao era mi lugar preferido en los resguardos. Me encantaba buscar y rebuscar en las pilas de cajas con libros viejos, desatar los fajos de periódicos del ABC que mi abuelo amontonaba, semana tras semana. Aquel olor a humedad y madera, a papel y bellotas avellanadas se hacían cómplices de mis juegos y ensoñaciones junto a la claraboya que lanzaba su luz a la cocina.

La casa de los sentidos se cierra con los recuerdos de aquellos intensos rojos, blancos, malvas, naranjas y amarillos de las malvas reales, alhelíes, geranios, rosales, claveles chinos…que regaba la abuela en aquel gran corral-jardín donde se entremezclaban colores, aromas y texturas con el tintinear de las campanas.

Sonsoles Palacios


La casa que habito

La casa que habito en el pueblo, está abierta a todos los que llegan por un gran jardín. Donde la naturaleza casi la invade.

Pienso en ella: Como la casa del sol, de las aves y de los árboles.
Y me siento: Como un huésped, que va a visitarles.

Para deleitarme con la flauta que tiene el mirlo en su garganta,
con el sol y sombra que me proporcionan sus grandes árboles,
con el movimiento danzante de sus hojas que a la vez parecen que canten. 

Canción de arrullo, para que descanse.
Como me cantaba mi madre.
Veo crecer los renuevos, que en la primavera nacieron. Hay explosión de colores, por todas partes.
Los lirios, malvas y amarillos y en las macetas colgantes.
El embriagador olor de la madreselva.

Allí está también mi perro fiel; que me sigue a todas partes.
En verano, prácticamente nuestra vida, transcurre afuera.
Me gusta reunir a amigos y familiares, en torno a la mesa.
Con la vía láctea sobre nuestras cabezas.
Mientras cenamos o charlamos, vemos surcar en el cielo las estrellas.
Que dejan fugaces estelas

La casa (la que está adentro. Como útero materno) Cuando entras te ciega.
Como si a través del umbral de la puerta, pasarás de la luz, a las tinieblas.

Sólo estamos parte de la noche en ella.
Cuando se ha disipado la penumbra en la que dormía la siesta.

Es entonces cuando nos acoge (después de franquear su porche)
Lo que más destaca en ella, es su gran chimenea, que cuando en invierno se enciende, entonces ...
ella despierta y no te echa afuera.

Se vuelve cálida y entrañable ¡Como una madre!

Carmen Alonso


La casa donde nací y pasé mi infancia y juventud

Nada más pasar el umbral, al empujar una puerta dividida a la mitad, te sorprendía siempre su olor, auténtico calendario para indicarnos el paso del tiempo, rompiendo así su monotonía.

El portal, estancia demasiado grande para distribuir los demás espacios, solo se utilizaba ante la llegada de invitados allende el territorio huertano, el escaño, el palanganero, pequeño cuarto de baño, una gran mesa para dar la comida a los trabajadores en la época de la trilla… estaban siempre de exposición.

Comunicaba con la despensa, donde el arca atesoraba la matanza, supermercado de la casa para sobrevivir la mayor parte del año, junto a ella la gran tinaja de barro con su correspondiente jarro para sacar el agua. La sala para celebrar los grandes acontecimientos, que por lo general casi nunca ocurrían, estando casi siempre fría y desangelada. Menos mal que llegó la televisión y a partir de entonces había horas que tenía compañía. Al fondo las alcobas con las camas.

La puerta de enfrente conducía a la cocina, la estancia todoterreno de la casa, todo pasaba por allí, la lumbre baja siempre encendida con los pucheros en la chapa, el pote del agua caliente, las llares colgando de la chimenea para ser utilizadas en cualquier momento. El escaño, el aparador para los utensilios de la cocina, tajuelas y sillas, era todo su mobiliario. La pequeña ventana al oeste marcaba claramente las estaciones.

Una de sus puertas te llevaba al dormitorio, donde las camas de las alcobas te acogían con los brazos abiertos. En invierno meterte en la cama era un trabajo lento, hecho a plazos, ganando poco a poco el espacio helado de las sábanas. Al levantarte lo mismo costaba salir, desprenderse del calor acumulado durante la noche y toparte con el frío helador de la habitación era muy duro La otra puerta te llevaba al desván y los chiqueros del ganado, espacios con gran recorrido para encajarlos aquí.

Casa de puertas abiertas, solo se le echaba la aldaba por las noches y en invierno para frenar al frío e impedir que se marchase el poco calor que en ella habitaba. Tan sólo se candaba los martes, día de mercado, cuando toda la familia desaparecía por unas horas. Su única llave colocada en el tejado del gallinero esperaba al primero que llegase. Si había problemas con ella, siempre estaba la puerta de emergencia, saltar la puerta del corral y con paciencia y astucia conseguir descerrojar el cerrojo de la puerta de chiqueros.

Casa almacén, casa estudio, casa de todos y de nadie, casa humilde, donde el calor humano era su principal mobiliario, casa por donde las estaciones iban girando acompasadas con sus olores de marca: los membrillos ambientadores naturales nos anunciaban el comienzo del curso y del otoño, el pimentón y otras especias junto con las tripas que la matanza estaba a punto de caer. El olor de los embutidos era el olor que más tiempo llenaba la casa, los techos adornados hasta bien entrada la primavera, cuando los jamones ya se podían guardar en el arca.

Olor a aceite de oliva de la sierra de Gata, a fruta recién cogida del árbol, a harina de trigo recién molida, a pan reciente, a flores de espino colocadas en un jarrón , a gazpacho debajo de la cama, a flan de días especiales, a perronillas y mantecados por carnaval, a alcohol y boticas después de la visita del médico, a jabón recién hecho, todos los olores rompían la monotonía de los olores a rancho y humo, que desde la cocina diariamente se extendían por la casa.

Así era mi casa donde nací y pasé mi niñez y juventud, espacios por los que me atrevería moverme con los ojos cerrados, sin miedo a golpearme contra puertas y paredes.

El año pasado regresé a la casa, comprobé que ha sufrido tantas amputaciones e implantes de mal gusto en el exterior, que me fue difícil reconocerla.

Antonio Castaño Moreno


La dureza de la soledad
(Hombre que se dirige a la ventana a bajar la persiana)

Llevaba ya demasiadas horas de vida el día, había que ponerle de alguna forma fin anticipadamente, así que un día más, comenzó a poner en marcha su mecánica diaria. Hacía mucho tiempo que vivía solo, la soledad le llevó a convertirse en un maniático muy disciplinado, para no caer en la rutina y abandonarse mental y físicamente.

Pero esa disciplina, después de tantos años, se fue haciendo mecánica, es así como vemos a nuestro solitario huésped llegar al salón y colocar lo que no está descolocado, dirigirse fijamente hacia la ventana sin asomarse a mirar tras ella la luz, el bullicio de la calle, que tal vez tanto necesitase para sentir que la vida se mueve a sus pies.

Aprieta mecánicamente el interruptor de la persiana, al que trata con esmero, con la mirada fija en él. Se le ve disfrutando de su caída. “Un día más prueba superada”, se intuye que pasa por su cabeza.

La noche todo lo oculta, quizás también su terrible soledad.

Antonio Castaño Moreno

1 comentario:

  1. ¡Qué bonito! recuerdos de pueblo. Tengo que releeros, creo que voy a aprender mucho de todos vosotros. Sara

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