Comenzamos hablando de "El príncipe de los enredos", un álbum ilustrado escrito por Roberto Aliaga e ilustrado por Roger Olmos muy a propósito para el contenido de la sesión.
Después leímos y contemos un breve repertorio de textos sobre las encinas.
Yo aporté un breve artículo que publiqué hace años en un periódico local:
La encina (en terminología botánica Quercus ilex) es, tal vez, uno de los árboles más admirables, no sólo por su longevidad sino por su belleza. Florece de abril a mayo y reparte sus frutos de octubre a noviembre.
Pasear entre encinas viejas es como asistir a una reunión de animales prehistóricos o mitológicos. Las formas retorcidas de sus ramas; el diámetro de sus troncos; la dimensión oculta de sus raíces; su corteza cenicienta y las señales que en su dura madera han dejado el paso del tiempo, las motosierras e incluso algunos rayos, avivan en la imaginación cientos de historias.
Plantar una encina es posiblemente el mayor acto de generosidad con los hijos y los nietos por nacer, y el mejor modo de sembrar en el presente la palabra futuro.
Cuántos de nosotros no habremos jugado a colocarnos en los dedos los cascabillos (o cascabuyos) de las bellotas. Cuántos pastores no habrán dormido bajo sus extensas sombras. Cuántos niños no habremos seguido el rastro de las hormigas hasta lo más alto de sus copas. Y cuántas noches de invierno no habremos agradecido a la encina el calor de nuestras casas.
De un pueblo llamando La Encina* era el notable alumno de Nebrija, Juan del Enzina, músico, poeta y dramaturgo que dispensó su arte a reyes y papas y hoy da nombre a un teatro abandonado de Salamanca.
La Encina fue también el nombre de un sínodo, calificado de herético por Roma, que congregó a cuarenta y cinco obispos cerca de Calcedonia. Y Encinas es el apellido de un conocido músico y guitarrista salmantino.
Pero tal vez el mejor homenaje que podemos rendir a este árbol es con palabras de Claudio Rodríguez: “La encina, que conserva más un rayo / de sol que todo un mes de primavera, / no siente lo espontáneo de su sombra, / la sencillez del crecimiento, / apenas si conoce el terreno en que ha brotado.”
* Su lugar de nacimiento no está claro. Algunos autores lo sitúan en Fermoselle (actualmente en la provincia de Zamora) y otros en alguno de los municipios de la provincia de Salamanca que llevan la palabra encina en el nombre como Encina de San Silvestre o La Encina.
Son muchos los poeta que han escrito sobre la encina. Destacamos dos textos, el primero de Leopoldo Panero y el segundo de Claudio Rodríguez:
La gracia cenicienta de la encina,
hondamente celeste y castellana,
remansa su hermosura cotidiana
en la paz otoñal de la colina.
Como el silencio de la nieve fina,
vuela la abeja y el romero mana,
y empapa el corazón a la mañana
de su secreta soledad divina.
La luz afirma la unidad del cielo
en el agua dorada del remanso
y en la miel franciscana del aroma,
y asida a la esperanza por el vuelo
la verde encina de horizonte manso
siente el toque de Dios en la paloma
* * *
La encina, que conserva más un rayo
de sol que todo un mes de primavera,
no siente lo espontáneo de su sombra,
la sencillez del crecimiento; apenas
si conoce el terreno en que ha brotado.
Con ese viento que en sus ramas deja
lo que no tiene música, imagina
para sus sueños una gran meseta.
Y con qué rapidez se identifica
con el paisaje, con el alma entera
de su frondosidad y de mí mismo.
Llegaría hasta el cielo si no fuera
porque aún su sazón es la del árbol.
Días habrá en que llegue. Escucha mientras
el ruido de los vuelos de las aves,
el tenue del pardillo, el de ala plena
de la avutarda, vigilante y claro.
Así estoy yo. Qué encina, de madera
más oscura quizá que la del roble,
levanta mi alegría, tan intensa
unos momentos antes del crepúsculo
y tan doblada ahora. Como avena
que se siembra a voleo y que no importa
que caiga aquí o allí si cae en tierra,
va el contenido ardor del pensamiento
filtrándose en las cosas, entreabriéndolas,
para dejar su resplandor y luego
darle una nueva claridad en ellas.
Y es cierto, pues la encina ¿qué sabría
de la muerte sin mí? ¿Y acaso es cierta
su intimidad, su instinto, lo espontáneo
de su sombra más fiel que nadie? ¿Es cierta
mi vida así, en sus persistentes hojas
a medio descifrar la primavera?
Y para cerrar este breve muestrario de textos "El mar de encinas" de Miguel de Unamuno, un escritor al que gustaba pasear bajo ellas y escribir y dibujar a las gentes y animales del campo:
En este mar de encinas castellano
los siglos resbalaron con sosiego
lejos de las tormentas de la historia,
lejos del sueño
que a otras tierras la vida sacudiera;
sobre este mar de encinas tiende el cielo
su paz engendradora de reposo,
su paz sin tedio.
los siglos resbalaron con sosiego
lejos de las tormentas de la historia,
lejos del sueño
que a otras tierras la vida sacudiera;
sobre este mar de encinas tiende el cielo
su paz engendradora de reposo,
su paz sin tedio.
Sobre este mar que guarda en sus
entrañas
de toda tradición el manadero
esperan una voz de hondo conjuro
largos silencios.
de toda tradición el manadero
esperan una voz de hondo conjuro
largos silencios.
Cuando desuella estío la llanura
cuando la pela el riguroso invierno,
brinda al azul el piélago de encinas
su verde viejo.
cuando la pela el riguroso invierno,
brinda al azul el piélago de encinas
su verde viejo.
Como los días, van sus recias hojas
rodando una tras otra al pudridero,
y siempre verde el mar, de lo divino
nos es espejo.
rodando una tras otra al pudridero,
y siempre verde el mar, de lo divino
nos es espejo.
Su perenne verdura es de la infancia
de nuestra tierra, vieja ya, recuerdo,
de aquella edad en que esperando al hombre
se henchía el seno
de regalados frutos. Es su calma
manantial de esperanza eterna eterno.
de nuestra tierra, vieja ya, recuerdo,
de aquella edad en que esperando al hombre
se henchía el seno
de regalados frutos. Es su calma
manantial de esperanza eterna eterno.
Cuando aún no nació el hombre él
verdecía
mirando al cielo,
y le acompaña su verdura grave
tal vez hasta dejarle en el lindero
en que roto ya el viejo, nazca al día
un hombre nuevo.
mirando al cielo,
y le acompaña su verdura grave
tal vez hasta dejarle en el lindero
en que roto ya el viejo, nazca al día
un hombre nuevo.
Es su verdura flor de las entrañas
de esta rocosa tierra, toda hueso,
es flor de piedra su verdor perenne
pardo y austero.
de esta rocosa tierra, toda hueso,
es flor de piedra su verdor perenne
pardo y austero.
Es, todo corazón, la noble encina
floración secular del noble suelo
que, todo corazón de firme roca,
brotó del fuego
de las entrañas de la madre tierra.
floración secular del noble suelo
que, todo corazón de firme roca,
brotó del fuego
de las entrañas de la madre tierra.
Lustrales aguas le han lavado el
pecho
que hacia el desnudo cielo alza desnudo
su verde vello.
que hacia el desnudo cielo alza desnudo
su verde vello.
Y no palpita, aguarda en un respiro
de la bóveda toda el fuerte beso,
a que el cielo y la tierra se confundan
en lazo eterno.
de la bóveda toda el fuerte beso,
a que el cielo y la tierra se confundan
en lazo eterno.
Aguarda el día del supremo abrazo
con un respiro poderoso y quieto
mientras, pasando, mensajeras nubes
templan su anhelo.
En este mar de encinas castellanocon un respiro poderoso y quieto
mientras, pasando, mensajeras nubes
templan su anhelo.
vestido de su pardo verde viejo
que no deja, del pueblo a que cobija
místico espejo.
Propuesta de escritura
Quienes formamos parte del taller de escritura creativa de la Casa de las Conchas estamos convencidos de que escribir es un trabajo de reforestación permanente pues las palabras nos ayudan a recobrar la memoria, a fijarla sobre el papel.
De modo que por cada encina talada en Retortillo nosotros escribiremos un texto (poema o prosa).
Y estos son algunos de los trabajos enviados:
La encina : Emblema de mi tierra castellana
La encina es como el útero materno que me esconde y arropa al caer la tarde. Bajo ella me siento y con su sombra me envuelvo entre sus viejas y fuertes ramas que me abrazan. Le cuento mis secretos, me escucha y me responde. Me sonríe con la serenidad paciente de una madre. Me impregno con su aroma a campo fresco mientras de bellotas lleno mis bolsillos.
Grandiosa y sin altivez cubres con tu generosidad el campo charro. Preñada de belleza tu calor maternal me hace vivir contigo cada etapa de ese largo camino que no cesa. De la dehesa eres y has de seguir siendo dueña y señora. El campo se hace en ti alfombra y manta. Frondosa y siempre firme tu sombra nos alivia del bochorno estival. Recia y valiente resistes la borrasca. Tus ramas retorcidas son brazos que se extienden sin demora llenando de calor el vacío húmedo y ciego del invierno.
La infancia permanece ligada a los recuerdos cuando hecha leña te conviertes en brasas, llama, pavesas. La savia que corre por tus arrugas hace bailar tus ramas cual dríadas del bosque. Tú no has de morir nunca, bella encina.
Emblema de mi tierra castellana jamás has de ser féretro de fácticos poderes. Que no haya mano humana que ose sesgar tu larga vida. Eres posada de vencejos, caja de resonancia de pastores, cobijo de piaras y labriegos. Los silbidos del viento confunden tu hojarasca.
Si un día, al volver a mirarte, no te viera, me sentiría como aquel hijo huérfano que quiso irse contigo abrazado a tu tronco.
Tu olor a tarde, noche, amanecer y tiempo me lleva hasta tu copa cuando sueño.
Sonsoles Palacios Vaquero
¡Adiós hermanas!
¡Quién me iba a decir que con el paso de los años aquel disgusto que me llevé en su momento me salvaría esta mañana la vida!.Y todo ello a pesar de la desgracia. Habíamos nacido hace más de cinco siglos a la par, separadas por apenas los diez metros del camino que pasaba entre nosotras. Crecimos a buen ritmo, pues este terreno es canela en rama para nuestra familia. A pesar de que nuestro crecimiento desespera a los humanos, a nosotras nos pareció que el tiempo y nuestra altura estaban en constante carrera.
Así fue, como una primavera después de un invierno muy lluvioso, nuestras ramas se tocaron por primera vez. A partir de ese momento compartimos cosquillas de hojas que el viento movía, hileras de hormigas que iban y venían una detrás de otra, palomas torcaces devoradoras de bellotas, niños que trepaban por una y bajaban por la otra después de haber jugado al escondite entre las ramas... Sabíamos hasta dónde llegaba nuestro territorio, nos respetábamos. Nos conjurábamos mutuamente cuando llegaba el montaraz con el cortacino buscando leña, con el fin de que no fuéramos sometidas a un desmoche atroz.
Así fueron pasando los años, los siglos, resistimos los terribles vientos huracanados, cuando muchas de nuestras compañeras cayeron arrancadas de cuajo, siendo pronto presas de destrales y serruchos para calentar hogares muy faltos de calor.
Para decir verdad éramos felices, nuestro porte llamaba la atención a los caminantes, nuestras enormes copas ovaladas permitían acarrar grandes rebaños de ovejas, pastores, gañanes, vaqueros, porqueros, nos utilizaban como comedor, sometiéndose a posteriores siestas reparadoras, aprovechando nuestra sombra de primera calidad.
Un día llegaron bastantes señores desconocidos por nosotras, hablaban de parcelas, de vallas, de caminos…no entendíamos nada. Lo entendimos cuando las motosierras comenzaron a cortar a diestro y siniestro nuestras ramas, quedándonos como patos chapuzados. Era el momento de nuestra separación, las ramas quedaron separadas por mucha distancia, ya no podíamos compartir nada, cercadas por alambre de espino, en medio, el camino acotado.
Muchos disgustos para dos hermanas de mucha edad. Nuestra fortaleza hizo que pronto nuestras copas fueron adquiriendo forma, una forma caprichosa impuesta por los destrales para evitar encontrarnos.
Esta mañana, al rayar el alba, un gran revuelo de máquinas, me hizo presagiar lo peor. Monstruos de cuatro ruedas, monstruos con cadenas, hombres uniformados, dirigiendo a este ejército con todas las ventajas a su favor, lanzaban órdenes como dardos para derribar rápidamente el mayor número posible de encinas. Un huracán sin viento. Un ciclón con muchos caballos de de vapor. ¡Terribles máquinas monstruosas!
Vi caer a mi hermana, cómo su enorme cepellón, subió del suelo a la vez que sus ramas topaban con él. Adiós hermana, amiga, compañera, adiós copa cenicienta de atardeceres rojizos, adiós copa blanca de nevadas ocasionales, adiós ramas de curvas caprichosas por donde los niños trepaban, comían la merienda, adiós bellotas dulces que eran de las más cotizadas por los cerdos en la montanera, adiós gran casa, refugio de animales, pastores, vaqueros, gañanes y últimamente de domingueros.
Tu leña, de árbol caído a traición, calentará hogares, pero de forma deshonesta. En tu solar descarnado, abandonado, irreconocible, ha quedado una cicatriz que supura nostalgia.
Imposible cerrar la herida ante tanta barbarie, aunque las máquinas allanen el terreno, tu cicatriz siempre se manifestará de alguna forma.
La valla del camino esta vez me ha salvado. Incongruencias de la vida. Me he quedado huérfana, quizás hubiera sido mejor que la máquina me hubiese llevado por delante. Tal vez pronto empiecen por mi parcela.
Intentaré agarrarme al suelo con todas mis fuerzas para reivindicar y homenajear a todas mis compañeras muertas violentamente. Soy de las más viejas, con mi tronco robusto intentaré defender a todas las que de momento nos hemos salvado de la quema…
Para terminar, hoy quisiera gritar a los cuatro vientos:
Adiós hermanas
encinas amigas,
se han llevado por delante
muchos siglos de historia,
a un monte azulado,
a la estrenada primavera,
Huérfanas dejáis
a las abejas sin flores,
a pastores sin sombra,
a cebones sin montanera,
a hogares sin calor,
al viento sin barreras.
Enorme cicatriz en el terreno
de aspecto lunático, dejáis.
Difícil que crezca la hierba,
difícil que extraigan mineral
de una tierra enriquecida
con cascabillos y hojarasca,
herida por máquinas inhumanas.
Adiós paisaje de encinas,
adiós pardos encinares,
adiós polinizadora candela,
adiós troncos retorcidos,
adiós ramas caprichosas,
adiós meriendas y siestas,
adiós ramoneo de vacas y cabras.
Os llevan por la fuerza,
con ruido y violencia,
pero no conseguirán
llevar vuestra memoria.
Antonio Castaño Moreno
La encina: Uniendo generaciones
Al final del lindero del pinar, como fuera de lugar, estaba solitaria la encina, que fue plantada décadas atrás por mis padres.
Fui a su encuentro y cuando la contemplé, se me hizo entrañable, se estableció un vínculo anímico, porque ese es su objetivo, el estrechar lazos con el hombre y con la naturaleza.
Su copa frondosa estaba llena de espíritu y en ella anidan las ilusiones que fueron depositadas, de arraigar en la tierra y ser un símbolo para las generaciones venideras.(Su crecimiento es lento y tarda en dar fruto) Y por lo que representa: La fortaleza ante la adversidad, aunque los vientos soplen en su contra no pueden moverla.
La solidez, el resguardo seguro bajo el cual cobijarse en su fronda fresca.
La longevidad.
Y que con los años se hace más fuerte porque ama la vida. Uniendo generaciones.
M. Carmen Alonso
La dehesa de las sombras
Lo cierto es que podrán contaros muchas historias sobre las encinas centenarias que desaparecieron aquella noche de abril, pero pocos conocemos la verdadera historia de la Dehesa de las Sombras. Yo tuve la suerte de escucharla de boca de mi abuela, el día que visitamos aquel pueblo muerto.
Aras era la más bella se las criaturas del bosque, tenía el pelo de candela, dorado y brillante que le llegaba hasta la cintura. El color de su piel era un tapiz de hojas de encina con su haz y su envés alternando en verdes y grises. Únicamente vestía un collar de pequeñas bellotas y resplandecientes flores sobre su cintura.
Vivía en las raíces de la encina más vieja, la que se elevaba sobre el promontorio donde se vislumbraba la dehesa en toda su amplitud.
Mi abuela iba todas las tardes allí con su pequeño rebaño de ovejas, se sentaba apoyándose sobre el tronco agrietado y golpeaba con sus nudillos, sobre esa puerta imaginara que daba paso al otro mundo, al que vive dentro de los árboles, las raíces y la tierra. Aras aparecía feliz, con ese halo brillante rodeando sus ojos.
Ella le enseñó a amar la dehesa, cada encina, cada planta, cada animal que habitaba el bosque. Todo formaba un universo perfecto. Podía usar todas las flores, las raíces, las cortezas para curar y cuidar. Mi abuela aprendió mucho de ella. A cambio Paz le hablaba de emociones, de amor, de sueños ocultos que se le escapaban de ese pueblo recóndito que era incapaz de valorar lo que tenía tras los huertos.
Una tarde Aras no apareció, mi abuela la llamó, e incluso probó en las otras encinas. Ninguno de los seres esenciales que habitaban por allí se dejaba ver por ella salvo su maravillosa amiga de pelo dorado. Nadie apareció. Los días pasaron y la tristeza se iba apoderando de la abuela Paz.
Una tarde de viento subió al promontorio con sus ovejas, lloraba desconsolada abrazada a su perro, cuando una ráfaga trajo a Aras. Esta le contó que la Codicia había llegado hasta el encinar, que todo desaparecería en poco tiempo y que desesperada decidió partir en busca de ayuda siguiendo los cuatro puntos cardinales. Sabía que había más seres esenciales en los extremos de la dehesa que podían ayudarla. Los más sabios.
Aquella noche la luna se convirtió en luna llena desde su cuarto menguante. Hadas, duendes y cientos de seres que jamás imaginaríais que existieran, salieron de detrás de las encinas. Casi todos se dedicaron a desenterrar las profundas raíces. Los corzos, los ciervos y los animales más fuertes ayudaban a soltar las encinas de la tierra, de lo que fue su alimento y sus recuerdos. Mi abuela pudo ver como libélulas con cuerpo de mujer desplegaban sus enormes alas y elevaban los arboles iluminados por cientos de luciérnagas. No os puedo contar hacia donde se dirigieron, ese es un gran secreto que no prometí no desvelar.
El último rayo de luna trajo consigo las máquinas de la Codicia, llegaron arrasando los caminos, la jara y el espliego que marcaba la trayectoria hasta el encinar. Un escalofrío recorrió el cuerpo de aquellos hombres con su mono azul y sus motosierras cuando vieron aquella tierra vacía y muerta. Solamente podrían usarlas contra las sombras. En el suelo únicamente se marcaban las perfectas siluetas de las encinas de copas imponentes, grandiosas. Fueron incapaces de borrarlas de la tierra a pesar de sus patadas contra el suelo. De su furia desmedida.
Paz miraba todo desde el promontorio con su mirada empañada y sus ojos cada vez más grises por su tristeza. Ya no volvería a verla.
La “prosperidad” dejó paso a la desolación, a un pueblo muerto y a la mayor de las perdidas. La amistad, la naturaleza, la vida.
Todo arrasado, todo perdido. Pero la Codicia nunca pudo borrar aquellas Sombras perpetuas.
Sara Diego
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