Hablamos de películas como "La lengua de las mariposas", "El cabezota" o "Amanece que no es poco", donde aparece representada, en mayor o menor medida, la escuela rural.
Comentamos también algunos textos como los que transcribimos a continuación:
Entonces tomábamos un vaso de leche recién ordeñada y yo, colgándome una cartera de cuero atascada de libros, tomaba el camino de la escuela... En las mañanas del invierno iba yo con una capita roja con su cuello de piel negra y por eso me envidiaban los demás niños. La escuela era un gran salón con ventanas de un lado y con muchos bancos. En las paredes había colgados grandes carteles conteniendo máximas morales y religiosas. Al fondo estaba la tarima con la mesa donde se sentaba el maestro con su gorro bordado y su palmeta. [...]
Mi sitio era en el segundo banco al lado de dos muchachos muy pobres pero muy limpios. Los dos eran grandes amigos míos, y todos los días les llevaba terrones de azúcar o granos de café que les gustaban mucho... Ellos a cambio de esto me traían frutas verdes que en casa no me dejaban comer y me hacían tarricos con remolachas y faroles calados de estrellas y cometas con los melones que quitaban en las huertas... [...]
Al lado estaba la escuela de niñas y muchas veces cuando en la clase reinaban el silencio por estar todos escribiendo se oía cantar a las niñas con voces muy suaves y finas y entonces toda la habitación se llenaba de cuchicheos y de risitas mal reprimidas [...]
Federico García Lorca
“Ya os lo decía yo cuando tenía treinta y seis años, y os lo repito hoy cuando tengo setenta : enseñar es ante todo aprender. En este sentido no hay pedagogía. El mejor frente para aprender no son los libros, sino el aire del mercado, del campo, del pueblo, de la gran escuela de la vida espontánea y libre”.
Miguel de Unamuno
Discurso de apertura de curso, 1934.
Universidad de Salamanca
Recuerdo infantil
Una tarde parda y fría
de invierno. Los colegiales
estudian. Monotonía
de lluvia tras los cristales.
Es la clase. En un cartel
se representa a Caín
fugitivo, y muerto Abel,
junto a una mancha carmín.
Con timbre sonoro y hueco
truena el maestro, un anciano
mal vestido, enjuto y seco,
que lleva un libro en la mano.
Y todo un coro infantil
va cantando la lección:
mil veces ciento, cien mil,
mil veces mil, un millón.
Una tarde parda y fría
de Invierno. Los colegiales
estudian. Monotonía
de la lluvia en los cristales.
Antonio Machado
Combatíamos, a veces, en el gran galpón cerrado, con bellotas de encina. Nadie que no la haya recibido sabe lo que duele un bellotazo. Antes de llegar al liceo nos llenábamos los bolsillos de armamentos.
Yo tenía escasa capacidad, ninguna fuerza y poca astucia. Siempre llevaba la peor parte. Mientras me entretenía observando lo maravillosa bellota, verde y pulida, con su caperuza rugosa y gris, mientras trataba torpemente de fabricarme con ella una de esas pipas que luego me arrebataban, ya me había caído un diluvio de bellotazos en la cabeza. Cuando estaba en el segundo año se me ocurrió llevar un sombrero impermeable de color verde vivo. Este sombrero pertenecía a mi padre; como su manta de castilla, sus faroles de señales verdes y rojas que estaban cargados de fascinación para mí y apenas podía los llevaba al colegio para pavonearme con ellos… Esta vez llovía implacablemente y nada más formidable que el sombrero de hule verde que parecía un loro. Apenas llegué al galpón en que corrían
como locos trescientos forajidos, mi sombrero
voló como un loro. Yo lo perseguía y cuando lo iba a cazar volaba de nuevo entre los aullidos más ensordecedores que escuché jamás. Nunca lo volví a ver.
Pablo Neruda
Propusimos como tarea escribir un texto sobre la escuela:
Y estos son algunos de los trabajos recibidos:
Recuerdos escolares
Aquella mañana el frío era intenso y la humedad, tras la copiosa lluvia de la noche, traía olor a lumbre. Con mi preciosa braserilla a rebosar de brasas iba canturreando camino de la escuela. Mi tía Tomasi, la maestra de infantil, me sonrió al verme entrar mientras Juanito y Mariano, los mellizos, ponían cara de envidia frotándose las manos. Saqué de mi cartera el plumier de madera y abriendo el parvulito comencé a leer en voz baja “El pollito de la Avellaneda”. En la pizarra parecían bailar aquellas letras y todas las cositas del rincón de la tienda me miraban queriéndose venir conmigo. El olor de la plastilina despertó mis sentidos mientras mis manos modelaban tortugas y gusanos, números y letras.
Las clases de Dñª Rufi no me gustaban ni los capones que, sin venir a cuento, repartía a diestro y siniestro entre los chavales mayores. En la pared de su clase colgaba descolorido el mapa de Europa junto a uno de España algo más nuevo. Un crucifijo y un retrato que a mí no me gustaba eran fieles a la decoración del aula año tras año.
Cómo disfrutaba escribiendo y borrando en mi pizarra nueva con aquellos pizarrines blancos más modernos que los del curso anterior.
Cobijo en mi memoria recuerdos de mi escuela envueltos entre aromas y texturas, juegos y chiquilladas… Recuerdos que perduran eternos en el tiempo.
Sonsoles Palacios Vaquero
Doña Remedios
Doña Remedios ya estaba viejecita cuando nos llamaba de uno en uno para leer la cartilla.
Luego nos ponía una tarea en el libro de fichas. Juegos, dibujos, formas fantásticas para aprender despacio.
Si terminabas pronto y bien, podías coger un cuento de la estantería hasta que sonara el timbre. Todos los días intentaba esconder mi favorito entre los aburridos para que no me lo quitaran. Qué pena que el tiempo perdiera su título y su argumento.
Nos dejaba usar el borrador sin preferencias. La tiza blanca era muy fácil de quitar, pero para las de colores necesitabas desarrollar una buena técnica de limpieza que consistía en darle golpes secos en el alféizar de la ventana. O la pizarra terminaría aun más emborronada.
En preescolar, no hacia falta llevarse nada a casa, podía quedar todo en el cajón del pupitre. Pero yo guardaba en mi cartera las pinturas, la escuadra y el cartabón, los dos libros heredados pero con el forro perfecto y los cuadernos con olor a nuevo. Me iba a casa aparentando ser más mayor, de primero de EGB por lo menos.
Nadie me preguntaba que había hecho en clase, ni si había comido las galletas con chocolate del recreo, no me interrogaban sobre mis amigos, ni como transcurrían aquellos largos días de jornada partida.
No era necesario todo eso, porque yo ya era feliz.
Sara Diego
Texto 1: ¡Oído, firmes, ya!
Esperábamos para entrar a clase en “el campo de los burros”. Siempre con la mirada puesta para ver si el maestro no llegaba, liberándonos de su dictatorial magisterio. El que siempre llegaba era el director, siempre trajeado, solitario, con papeles bajo el brazo. Su llegada provocaba en alumnos y maestros un revuelo que en un plis plas se transformaba en las filas alineadas a las órdenes de: “oído, firmes, ya”; un pitido agudo del silbato metálico, anunciaba que la primera clase debía empezar a subir la resbalina que conducía a la puerta de entrada.
Si cada maestrillo tiene su librillo, entonces, la mayoría utilizaba la misma pedagogía, la misma decoración, las mismas rutinas, los mismos castigos. Afortunadamente, siempre había un maestro que te hacía pasar un curso más llevadero, sin tanta disciplina, sin tantas normas, sin tantos miedos.
Era D. Rafael un maestro de cómic, su cabeza de bombilla, sus gafas de culo de vaso, su regla, su sueño. Sentado en la mesa camilla, se daba sus cabezadas, recurriendo al periódico para esconderse de los niños tras él, como un soldado en la trinchera. Y es que durante su siesta, comenzaba la guerra de los niños, lanzando todo tipo de artefactos, que a veces le impactaban en su plácido sueño, sobresaltado cogía su arma, la regla, al primero que cogía le endilgaba un buen correctivo. A veces, le costaba alcanzarlo, corriendo maestro y alumno por la clase, llevándose por delante el encerado y su caballete con el consiguiente estruendo al golpear el suelo.
Su cara más amable la manifestaba en el invierno, la estufa de serrín, despedía más humo que calor, dejándonos meter debajo de las faldillas para saborear el calor del brasero, la imagen de la gallina y sus polluelos estaba formada.
Con la llegada de la leche en polvo, el tiempo más deseado que era la salida al recreo, se hacía menos atractiva. Uno que tomaba leche recién ordeñada de las vacas todos los días, tomar aquel brebaje de polvos disueltos en agua, por muy americano que fuese, era un trance complicado de digerir.
Es el olor a esta leche, junto con otros muchos, los que formaban parte de aquella escuela cargada de demasiadas normas militares, que pretendían adoctrinar más que formar. Entre los olores destacaba el olor a goma de borrar Milán recién comprada, era tanta la pobreza, que hasta que este detalle de olor a nuevo te reconfortaba, aunque poco a poco su olor característico, se iba difuminando ente tantos malos olores que mezclados en la clase hacían un perfume poco recomendable.
Dentro de las pocas ilusiones que nos deparaba la escuela, estaba el escribir con pluma. Era un paso importante en el recorrido por los distintos grados. Constituía todo un ritual llenar el tintero de porcelana, incrustado en la mesa pupitre, que compartíamos con el compañero. Este aprendizaje, como todos, llevaba consigo grandes amenazas y castigos, como no podía ser de otra forma. Las hemorragias de los temidos borrones producto de un plumín ya en mal estado, se intentaban cortar con el secante, que absorbía la tinta, pero la huella quedaba impresa en el cuaderno o en la mesa. Dependía de la comprensión del maestro, casi siempre escasa, para que tuvieses que sufrir un castigo. Repetir el trabajo era la penitencia normal, raspar con un cristal y lija encerando posteriormente la mesa era la tarea a la que te enfrentabas durante el recreo si el borrón caía en la mesa o se derramaba el tintero sobre el suelo de madera.
Adquirido el dominio de la pluma, unos cuantos privilegiados, utilizaban la tinta china para rotular dibujos y letras del cuaderno circulante que todas las semanas iba rotando para estampar en él lo mejor de cada uno de nosotros.
Con un poco de suerte, el maestro obtenía unos cuantos de puntos que le sabían a gloria para poder trasladarse de destino. Pero los alumnos nunca se enteraban de ello. ¡Lo que le costaba alabar y reconocer el trabajo a aquellos maestros!
Recuerdos escolares
Aquella mañana el frío era intenso y la humedad, tras la copiosa lluvia de la noche, traía olor a lumbre. Con mi preciosa braserilla a rebosar de brasas iba canturreando camino de la escuela. Mi tía Tomasi, la maestra de infantil, me sonrió al verme entrar mientras Juanito y Mariano, los mellizos, ponían cara de envidia frotándose las manos. Saqué de mi cartera el plumier de madera y abriendo el parvulito comencé a leer en voz baja “El pollito de la Avellaneda”. En la pizarra parecían bailar aquellas letras y todas las cositas del rincón de la tienda me miraban queriéndose venir conmigo. El olor de la plastilina despertó mis sentidos mientras mis manos modelaban tortugas y gusanos, números y letras.
Las clases de Dñª Rufi no me gustaban ni los capones que, sin venir a cuento, repartía a diestro y siniestro entre los chavales mayores. En la pared de su clase colgaba descolorido el mapa de Europa junto a uno de España algo más nuevo. Un crucifijo y un retrato que a mí no me gustaba eran fieles a la decoración del aula año tras año.
Cómo disfrutaba escribiendo y borrando en mi pizarra nueva con aquellos pizarrines blancos más modernos que los del curso anterior.
Cobijo en mi memoria recuerdos de mi escuela envueltos entre aromas y texturas, juegos y chiquilladas… Recuerdos que perduran eternos en el tiempo.
Sonsoles Palacios Vaquero
Doña Remedios
Doña Remedios ya estaba viejecita cuando nos llamaba de uno en uno para leer la cartilla.
Luego nos ponía una tarea en el libro de fichas. Juegos, dibujos, formas fantásticas para aprender despacio.
Si terminabas pronto y bien, podías coger un cuento de la estantería hasta que sonara el timbre. Todos los días intentaba esconder mi favorito entre los aburridos para que no me lo quitaran. Qué pena que el tiempo perdiera su título y su argumento.
Nos dejaba usar el borrador sin preferencias. La tiza blanca era muy fácil de quitar, pero para las de colores necesitabas desarrollar una buena técnica de limpieza que consistía en darle golpes secos en el alféizar de la ventana. O la pizarra terminaría aun más emborronada.
En preescolar, no hacia falta llevarse nada a casa, podía quedar todo en el cajón del pupitre. Pero yo guardaba en mi cartera las pinturas, la escuadra y el cartabón, los dos libros heredados pero con el forro perfecto y los cuadernos con olor a nuevo. Me iba a casa aparentando ser más mayor, de primero de EGB por lo menos.
Nadie me preguntaba que había hecho en clase, ni si había comido las galletas con chocolate del recreo, no me interrogaban sobre mis amigos, ni como transcurrían aquellos largos días de jornada partida.
No era necesario todo eso, porque yo ya era feliz.
Sara Diego
Texto 1: ¡Oído, firmes, ya!
Esperábamos para entrar a clase en “el campo de los burros”. Siempre con la mirada puesta para ver si el maestro no llegaba, liberándonos de su dictatorial magisterio. El que siempre llegaba era el director, siempre trajeado, solitario, con papeles bajo el brazo. Su llegada provocaba en alumnos y maestros un revuelo que en un plis plas se transformaba en las filas alineadas a las órdenes de: “oído, firmes, ya”; un pitido agudo del silbato metálico, anunciaba que la primera clase debía empezar a subir la resbalina que conducía a la puerta de entrada.
Si cada maestrillo tiene su librillo, entonces, la mayoría utilizaba la misma pedagogía, la misma decoración, las mismas rutinas, los mismos castigos. Afortunadamente, siempre había un maestro que te hacía pasar un curso más llevadero, sin tanta disciplina, sin tantas normas, sin tantos miedos.
Era D. Rafael un maestro de cómic, su cabeza de bombilla, sus gafas de culo de vaso, su regla, su sueño. Sentado en la mesa camilla, se daba sus cabezadas, recurriendo al periódico para esconderse de los niños tras él, como un soldado en la trinchera. Y es que durante su siesta, comenzaba la guerra de los niños, lanzando todo tipo de artefactos, que a veces le impactaban en su plácido sueño, sobresaltado cogía su arma, la regla, al primero que cogía le endilgaba un buen correctivo. A veces, le costaba alcanzarlo, corriendo maestro y alumno por la clase, llevándose por delante el encerado y su caballete con el consiguiente estruendo al golpear el suelo.
Su cara más amable la manifestaba en el invierno, la estufa de serrín, despedía más humo que calor, dejándonos meter debajo de las faldillas para saborear el calor del brasero, la imagen de la gallina y sus polluelos estaba formada.
Con la llegada de la leche en polvo, el tiempo más deseado que era la salida al recreo, se hacía menos atractiva. Uno que tomaba leche recién ordeñada de las vacas todos los días, tomar aquel brebaje de polvos disueltos en agua, por muy americano que fuese, era un trance complicado de digerir.
Es el olor a esta leche, junto con otros muchos, los que formaban parte de aquella escuela cargada de demasiadas normas militares, que pretendían adoctrinar más que formar. Entre los olores destacaba el olor a goma de borrar Milán recién comprada, era tanta la pobreza, que hasta que este detalle de olor a nuevo te reconfortaba, aunque poco a poco su olor característico, se iba difuminando ente tantos malos olores que mezclados en la clase hacían un perfume poco recomendable.
Dentro de las pocas ilusiones que nos deparaba la escuela, estaba el escribir con pluma. Era un paso importante en el recorrido por los distintos grados. Constituía todo un ritual llenar el tintero de porcelana, incrustado en la mesa pupitre, que compartíamos con el compañero. Este aprendizaje, como todos, llevaba consigo grandes amenazas y castigos, como no podía ser de otra forma. Las hemorragias de los temidos borrones producto de un plumín ya en mal estado, se intentaban cortar con el secante, que absorbía la tinta, pero la huella quedaba impresa en el cuaderno o en la mesa. Dependía de la comprensión del maestro, casi siempre escasa, para que tuvieses que sufrir un castigo. Repetir el trabajo era la penitencia normal, raspar con un cristal y lija encerando posteriormente la mesa era la tarea a la que te enfrentabas durante el recreo si el borrón caía en la mesa o se derramaba el tintero sobre el suelo de madera.
Adquirido el dominio de la pluma, unos cuantos privilegiados, utilizaban la tinta china para rotular dibujos y letras del cuaderno circulante que todas las semanas iba rotando para estampar en él lo mejor de cada uno de nosotros.
Con un poco de suerte, el maestro obtenía unos cuantos de puntos que le sabían a gloria para poder trasladarse de destino. Pero los alumnos nunca se enteraban de ello. ¡Lo que le costaba alabar y reconocer el trabajo a aquellos maestros!
Antonio Castaño Moreno
Texto 2: Director
Esperábamos para entrar a clase en “el campo de los burros”. Siempre con la mirada puesta para ver si el maestro no llegaba, liberándonos de su dictatorial magisterio. El que siempre llegaba era el director, siempre trajeado, solitario, con papeles bajo el brazo. Su llegada provocaba en alumnos y maestros un revuelo que en un plis plas se transformaba en las filas alineadas a las órdenes del director; un pitido agudo del silbato metálico, anunciaba que la primera clase debía empezar a subir la resbalina que conducía a la puerta de entrada.
Si cada maestrillo tiene su librillo, entonces, la mayoría utilizaba la misma pedagogía, la misma decoración, las mismas rutinas, los mismos castigos. Afortunadamente, siempre había un maestro que te hacía pasar un curso más llevadero, sin tanta disciplina, sin tantas normas, sin tantos miedos.
Era Bombilla un maestro de cómic, su cabeza de bombilla, sus gafas de culo de vaso, su Doña Dolores, su sueño. Sentado en la mesa camilla, se daba sus cabezadas, recurriendo al periódico para esconderse de los niños tras él, como un soldado en la trinchera. Y es que durante su siesta, comenzaba la guerra de los niños, lanzando todo tipo de artefactos, que a veces le impactaban en su plácido sueño, sobresaltado cogía su arma, la regla, al primero que cogía le endilgaba un buen correctivo. A veces, le costaba alcanzarlo, corriendo maestro y alumno por la clase, llevándose por delante el libro y su ruido con el consiguiente estruendo al golpear el suelo.
Su cara más amable la manifestaba en el invierno, la estufa de serrín, despedía más serrín que calor, dejándonos meter debajo de las faldillas para saborear el calor de la camilla, la imagen de la gallina y sus polluelos estaba formada.
Con la llegada de los americanos, el tiempo más deseado que era la salida al recreo, se hacía menos atractiva. Uno que tomaba leche recién ordeñada de las vacas todos los días, tomar aquel brebaje de polvos disueltos en agua, por muy americano que fuese, era un trance complicado de digerir.
Es el olor a esta leche, junto con otros muchos, los que formaban parte de aquella escuela cargada de demasiadas normas militares, que pretendían adoctrinar más que formar. Entre los olores destacaba el olor a pastelería de borrar Milán recién comprada, era tanta la pobreza, que hasta que este detalle de olor a nuevo te reconfortaba, poco a poco su olor característico, se iba difuminando ente tantos malos olores que mezclados en la clase hacían un perfume poco recomendable.
Dentro de las pocas ilusiones que nos deparaba la escuela, estaba el escribir con pluma. Era un paso importante en el recorrido por los distintos grados. Constituía todo un ritual llenar el dardo de porcelana, incrustado en la mesa pupitre, que compartíamos con el compañero. Este aprendizaje, como todos, llevaba consigo grandes amenazas y castigos, como no podía ser de otra forma. Las hemorragias de los temidos borrones producto de un plumín ya en mal estado, se intentaban cortar con el secante, que absorbía la tinta, pero la huella quedaba impresa en el cuaderno o en la mesa. Dependía de la comprensión del maestro, casi siempre escasa, para que tuvieses que sufrir un castigo. Repetir el trabajo era la penitencia normal, raspar con un cristal y lija encerando posteriormente la mesa era la tarea a la que te enfrentabas durante el recreo si el borrón caía en la mesa o se derramaba el tintero sobre el suelo de madera.
Adquirido el dominio de la pluma, unos cuantos privilegiados, utilizaban la pluma china para rotular dibujos y letras del circulante que todas las semanas iba rotando para estampar en él lo mejor de cada uno de nosotros.
Con un poco de suerte, el maestro obtenía unos cuantos de puntos que le sabían a gloria para poder trasladarse de destino. Pero los alumnos nunca se enteraban de ello. ¡Lo que le costaba alabar y reconocer el trabajo a aquellos maestros!
Antonio Castaño Moreno
Texto 2: Director
Esperábamos para entrar a clase en “el campo de los burros”. Siempre con la mirada puesta para ver si el maestro no llegaba, liberándonos de su dictatorial magisterio. El que siempre llegaba era el director, siempre trajeado, solitario, con papeles bajo el brazo. Su llegada provocaba en alumnos y maestros un revuelo que en un plis plas se transformaba en las filas alineadas a las órdenes del director; un pitido agudo del silbato metálico, anunciaba que la primera clase debía empezar a subir la resbalina que conducía a la puerta de entrada.
Si cada maestrillo tiene su librillo, entonces, la mayoría utilizaba la misma pedagogía, la misma decoración, las mismas rutinas, los mismos castigos. Afortunadamente, siempre había un maestro que te hacía pasar un curso más llevadero, sin tanta disciplina, sin tantas normas, sin tantos miedos.
Era Bombilla un maestro de cómic, su cabeza de bombilla, sus gafas de culo de vaso, su Doña Dolores, su sueño. Sentado en la mesa camilla, se daba sus cabezadas, recurriendo al periódico para esconderse de los niños tras él, como un soldado en la trinchera. Y es que durante su siesta, comenzaba la guerra de los niños, lanzando todo tipo de artefactos, que a veces le impactaban en su plácido sueño, sobresaltado cogía su arma, la regla, al primero que cogía le endilgaba un buen correctivo. A veces, le costaba alcanzarlo, corriendo maestro y alumno por la clase, llevándose por delante el libro y su ruido con el consiguiente estruendo al golpear el suelo.
Su cara más amable la manifestaba en el invierno, la estufa de serrín, despedía más serrín que calor, dejándonos meter debajo de las faldillas para saborear el calor de la camilla, la imagen de la gallina y sus polluelos estaba formada.
Con la llegada de los americanos, el tiempo más deseado que era la salida al recreo, se hacía menos atractiva. Uno que tomaba leche recién ordeñada de las vacas todos los días, tomar aquel brebaje de polvos disueltos en agua, por muy americano que fuese, era un trance complicado de digerir.
Es el olor a esta leche, junto con otros muchos, los que formaban parte de aquella escuela cargada de demasiadas normas militares, que pretendían adoctrinar más que formar. Entre los olores destacaba el olor a pastelería de borrar Milán recién comprada, era tanta la pobreza, que hasta que este detalle de olor a nuevo te reconfortaba, poco a poco su olor característico, se iba difuminando ente tantos malos olores que mezclados en la clase hacían un perfume poco recomendable.
Dentro de las pocas ilusiones que nos deparaba la escuela, estaba el escribir con pluma. Era un paso importante en el recorrido por los distintos grados. Constituía todo un ritual llenar el dardo de porcelana, incrustado en la mesa pupitre, que compartíamos con el compañero. Este aprendizaje, como todos, llevaba consigo grandes amenazas y castigos, como no podía ser de otra forma. Las hemorragias de los temidos borrones producto de un plumín ya en mal estado, se intentaban cortar con el secante, que absorbía la tinta, pero la huella quedaba impresa en el cuaderno o en la mesa. Dependía de la comprensión del maestro, casi siempre escasa, para que tuvieses que sufrir un castigo. Repetir el trabajo era la penitencia normal, raspar con un cristal y lija encerando posteriormente la mesa era la tarea a la que te enfrentabas durante el recreo si el borrón caía en la mesa o se derramaba el tintero sobre el suelo de madera.
Adquirido el dominio de la pluma, unos cuantos privilegiados, utilizaban la pluma china para rotular dibujos y letras del circulante que todas las semanas iba rotando para estampar en él lo mejor de cada uno de nosotros.
Con un poco de suerte, el maestro obtenía unos cuantos de puntos que le sabían a gloria para poder trasladarse de destino. Pero los alumnos nunca se enteraban de ello. ¡Lo que le costaba alabar y reconocer el trabajo a aquellos maestros!
Antonio Castaño Moreno